Nota:
PRESENTACIÓN DE LOS TRABAJOS PRACTICOS
T Confeccionados en computadora.
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A4 ; Letra ARIAL
12 justificada –
T Deben contener:
1.-Portada: Colegio, Nivel : Educación Secundaria Básica o Modalidad,
Area
o Espacio Curricular, Profesor, Título del trabajo, Alumno, Curso,
Fecha de entrega.
2.- Pautas de
trabajo.
3.- Introducción: presentación del tema.
4.- Desarrollo
5.-
Conclusiones
6.-
Bibliografía *
7.- Glosario
8.- Indice
*Citación bibliográfica:
Autor, (año) Título ( negrita o cursiva) Subtítulo, Editorial, Lugar de edición, reimpresión
La asistencialización de la política social y las
condiciones para el desarrollo del trabajo social
Norberto Alayón
La última década del siglo XX fue, para Argentina, un período de
profunda transformación social y político-cultural. Ella alumbró una sociedad
más pobre, pero fundamentalmente, más desigual; y un Estado (su expresión
política), más subordinado al poder exterior y más decididamente clasista, por
su capacidad de instrumentar y legalizar la sistemática expropiación de los
derechos del trabajo, a los que se articuló el desarrollo de los derechos
sociales en este país.
Si los años de la última dictadura militar (1976-1983) iniciaron
el ciclo regresivo al paralizar la participación social, crear las condiciones
para un endeudamiento externo que desde entonces no dejó de crecer y abrir las
puertas al poder de intervención interna de los organismos internacionales; fue
el gobierno democráticamente elegido, que condujo el Estado entre 1989 y 1999,
el que logró instalar y consolidar, conciente y voluntariamente, el proyecto
político del neoliberalismo,
produciendo, por ese camino, la más extraordinaria catástrofe social. Un
país productor de alimentos, con importantes recursos energéticos, con altas
tasas de ocupación, terminó con más de la mitad de su población en situación de
pobreza (una parte importante de ella, sin capacidad de cubrir las mínimas
necesidades alimentarias) y con índices de desocupación abierta de alrededor
del 20% de la PEA(Población Económicamente Activa). Pero, aún más
significativas son las condiciones de empleo: de los ocupados, la gran mayoría
lo está en condiciones de máxima precariedad, con ingresos que explican buena
parte de la indigencia y carentes de protecciones sociales que reemplacen los
perdidos derechos del trabajo.
Entendemos que la Política
Social no es simple acompañamiento o consecuencia de un modelo económico, sino
que expresa cabalmente el sentido general de un proyecto político y realiza
activamente los valores sociales que el mismo conlleva. La sistemática crítica
ideológica y la desarticulación (formal o por omisión de la acción estatal) de
las normas e instituciones protectoras del trabajo, se reemplazó paulatinamente
por la institucionalización de una política asistencial dirigida a atender la
emergencia, materializada en planes y programas focalizados y efímeros, que
sustituyen derechos básicos asociados a un Estado moderno (igualdad de acceso a
los recursos necesarios para satisfacer las necesidades que se derivan del
desarrollo alcanzado por la humanidad) por asignaciones miserables que
terminaron, además, con la dignidad de un trabajo socialmente necesario, al
exigirse contraprestaciones de tareas a veces inútiles, cuando no usadas por el
clientelismo político.
1-Observa el siguiente
video: extrae conclusiones.
2- En el mismo período que ocurría el tema de muchas “Barbaritas” , el presidente daba discursos como este-Extrae conclusiones:
En este artículo presentamos, en primer lugar, una breve reseña
referida al ciclo de la hegemonía neoliberal en la Argentina, que es el
contexto que hace comprensible el estado y los términos con los que se presenta
la cuestión social en este país, así como la evolución de los indicadores de la
desigualdad social en el último cuarto de siglo. Presentamos luego una
sintética descripción de los principales planes de política de asistencia
social a la pobreza, desarrollados a lo largo del período, porque es esta
política la que pone en evidencia el sentido general de la política social en
cuyo conjunto adquirieron un mayor peso relativo (inédito en la historia del
Estado argentino, como inédita es la dimensión de la pobreza y la brecha de
desigualdad). Sin embargo, si es la política de asistencia la que “pone en
evidencia”, la explicación hay que buscarla en la política laboral, la que, dados
los objetivos de este artículo, únicamente es enunciada en el texto. Por
último, analizamos dicho proceso de asistencialización de la política social y
su significación en la constitución de la sociedad neoliberal. Discutimos allí
acerca del reemplazo de los derechos sociales por la asistencia más o menos
efímera, contraponiéndola al derecho a la
asistencia
cuando las condiciones exigen asumir colectiva y orgánicamente la seguridad de
la reproducción del conjunto de los miembros de la comunidad política que es la
nación. Cabe, entonces, advertir que el análisis de la orientación de la
política que hacemos en este artículo corresponde a un ciclo político que
estalló en 2001, cuyas consecuencias socio-económicas y culturales son las que
describimos en este texto. El proceso político posterior dio lugar a un
proyecto de reorientación social del Estado que permite vislumbrar políticas
alternativas. Aquellas condiciones y el nuevo contexto constituyen el escenario
que se plantea para el desarrollo de un trabajo social crítico, que sea capaz
de proponer y desarrollar programas integrados de políticas sociales.
El ciclo de la hegemonía
neoliberal en la Argentina
El ciclo neoliberal en la Argentina tuvo su inicio con la
dictadura militar que ocupó el gobierno de la Nación en marzo de 1976,
sostenida en una ideología tradicionalista y autoritaria arraigada en sectores
de la iglesia y las fuerzas armadas, en el poder represivo de éstas y en la
tradicional ideología libremercadista de los grupos políticos que expresaban
los intereses de las oligarquías locales. El contexto ideológico internacional,
que alumbraba las políticas neoliberales y la crítica al Estado de Bienestar,
coadyuvó, a su vez, para que la segunda mitad de los años setenta fueran años
perdidos —más aún, de retroceso— para el país: el terrorismo de Estado obstruyó
la vida política y, consecuentemente, el debate y la reflexión social, al mismo tiempo que la Nación
se endeudaba y sus instituciones políticas perdían autonomía, al abrirse las
puertas al poder efectivo de los organismos internacionales, principalmente el
Fondo Monetario Internacional, que desde entonces y de manera creciente imponen
la definición de los problemas y las prioridades a la hora de tomar decisiones
en el Estado.
Desde ese momento comenzaron a revertirse, con un sentido
negativo, los principales indicadores socio-económicos que hacían de la
Argentina un país relativamente homogéneo: la informalización del empleo fue el
primer signo y desnudó, además, las limitaciones de los sistemas de protección
de los trabajadores; y, aunque negado por el discurso autoritario, el
crecimiento de la pobreza se hizo patente, marcando el final del mito de la
Argentina igualitaria, sin hambre ni desocupados.
El ciclo democrático se restableció en 1983. El primer
presidente elegido democráticamente en esa oportunidad, Raúl Alfonsín,
creyó que enfrentaba una crisis transitoria, consecuencia inmediata de un mal
gobierno de la dictadura. Pero entonces estalló la crisis de la deuda externa
en América Latina y los valores de la sociedad del trabajo y del bienestar para
todos que Alfonsín expresaba en su discurso político, ya habían sido
profundamente erosionados por la crítica neoliberal promovida desde los países
centrales, principalmente los Estados Unidos e Inglaterra. Por estas
condiciones relacionadas con el exterior, el poder ejercido por las
corporaciones económicas fortalecidas durante la dictadura (Azpiazu, 1997), la
persistencia de grupos autoritarios y la sistemática oposición al gobierno del
poderoso movimiento sindical de filiación peronista, los ochenta fueron años
perdidos. La década terminó con un Producto Bruto Interno negativo y con casi
el cuarenta por ciento de la población por debajo de la línea de pobreza,
producto de un proceso inflacionario desbocado, que se acercó al 5.000 %; una
inexorable tendencia a la baja de la población cubierta por la seguridad
social; y el más profundo descrédito de las instituciones del Estado. La
situación se tornó socialmente explosiva: mientras los sectores dominantes
precipitaban el desquicio de la economía, con lo que se daba en llamar
“colchones de precios”, los
pobres se precipitaban a una ola de saqueos a los supermercados ante la
desesperante crisis alimentaria
La hiperinflación desatada en 1988-90 dejó una
sociedad inerme y, finalmente, permeable al discurso neoliberal de la crisis,
que abrazó con fervor el presidente elegido en 1989, Carlos Menem,
representante del Partido Justicialista. Su
condición de peronista (entre otras cuestiones) hizo posible la materialización
en un proyecto político y en una política de Estado, del discurso que afirmaba
la ineficiencia del mismo y que encontraba en sus intervenciones
(principalmente sociales y de protección de los trabajadores) la causa del
estancamiento económico y de la “crisis hiperinflacionaria”, al entender que
tales protecciones desincentivaban las inversiones de capital y socavaban la
voluntad de trabajo de los asalariados. Además, la ampliación de las funciones
económicas del Estado, con el desarrollo de empresas estatales de servicios y
productoras de energía, habría conducido a desvirtuar el funcionamiento de los
mercados y dado lugar al crecimiento desmesurado de los aparatos burocráticos
de regulación. A su vez, la seguridad social, los consumos colectivos y las
políticas sociales universales (entre ellas, las de educación y salud)habrían
sido los responsables del incremento de los gastos fiscales a un nivel
imposible de solventar sin exceder la presión tributaria sobre el sector
productivo o generar inflación.
Siendo
ese el diagnóstico socio-político y económico, se impuso como objetivo
prioritario (e inalcanzable) de la política reducir los gastos fiscales: los
ajustes, traducidos en reasignaciones y recortes presupuestarios, fueron el eje
de la política de Estado que concretó la más fabulosa redistribución regresiva
de la riqueza, como lo muestran la ampliación de la brecha de ingresos en más
del 30 % (tomando como referencia la ya considerable distancia que había dejado
la dictadura)
y los índices de la pobreza y la indigencia, como veremos enseguida.
En nombre de la racionalidad
del gasto en el Estado, se restringieron sistemáticamente las inversiones y el
financiamiento de servicios públicos fundamentales como la salud, la seguridad
e infraestructura pública, la educación y la investigación científica. La
política seguida en materia de personal estatal condujo a un uso abusivo de
contratos de locación de servicios que precarizaron el empleo público,
profundizaron su desprofesionalización y favorecieron las relaciones
clientelares. Los servicios públicos fueron privatizados en su totalidad. Y en
materia de políticas sociales, ocurrió lo propio con la seguridad social. El
sistema previsional se privatizó con el objetivo explícito de abrir un nuevo mercado de capitales, del que son
beneficiarias las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP).
La retórica de la campaña por su reforma incluía la necesidad de bajar los
gastos del Estado en jubilaciones y
pensiones y una consecuente mejora de los haberes de los ya jubilados. Sin
embargo, la privatización del sistema condujo a un mayor desequilibrio de las
cuentas del Estado, al privar a las arcas públicas de buena parte de los
aportes previsionales, que se transformaron en
seguros de retiro administrados por las nuevas compañías privadas.
La noción de “crisis” se había instalado en el sentido común
como un fenómeno ajeno a la voluntad y a las decisiones políticas, por lo que
dejaba poco margen para comprender el juego de poder en el que se imponían y
definían los problemas y las prioridades políticas y se decidían los caminos de
acción. Sobre toda otra consideración, estos caminos se orientaron a asegurarle
los márgenes de ganancia a las inversiones del capital más concentrado y a
asegurar el pago de los intereses de la deuda externa. Era
requisito, entonces, el disciplinamiento de
la fuerza de trabajo, por razones políticas, como estrictamente
económicas.
Los medios normativos principales para el logro de estos
objetivos fueron algunas leyes madre que aprobó el Congreso Nacional a
principio del gobierno de Carlos Menem: la Ley de Emergencia Económica, que
permitió la privatización de las empresas públicas casi sin controles; la Ley
de Desregulación de la Economía; y la finalmente, la Ley de Convertibilidad
Monetaria que fundó el modelo económico vigente hasta 2002. En
materia laboral, la política fue tras las exigencias de los organismos de
crédito, entre las que figuró sistemáticamente la reforma de las leyes para
flexibilizar el empleo y bajar los costos laborales. El tema permaneció en la
agenda política durante toda la década de 1990: la primera nueva Ley Nacional
de Empleo fue sancionada en 1991 y la última Ley Nacional del Empleo Estable
(N° 25.250), en 2000, pasando por varias reformas a lo largo de estos años. Sin
embargo, más allá de la letra de estas normas —que no siempre resultó en los
contenidos deseados por sus impulsores—, la política laboral se propuso los
objetivos de adaptar la mano de obra
a una supuesta demanda de alta calificación, hacer más flexible el uso de la
fuerza de trabajo y reducir el costo laboral, tras la consigna de la modernización de las relaciones laborales.
Cada uno de estos objetivos debía hacer más competitiva la producción local e
incentivar la creación de nuevos puestos de empleo a fin de disminuir la
desocupación. El resultado concreto fue una baja en el nivel de los salarios,
la extensión de hecho de la jornada laboral, un aumento sostenido de la
precariedad de los contratos y la consolidación del fenómeno del empleo no
registrado y sin protección, todo junto a un sostenido aumento del desempleo,
la subocupación y el sobre-empleo (Grassi, 2003; Lindenboim, 2002; González,
2002).
Tanto la inseguridad en el empleo como la baja en el nivel de
ingresos de los hogares empujaron naturalmente a una mayor oferta de mano de
obra, creando presión sobre el mercado de trabajo; al mismo tiempo, la
posibilidad de un uso más intenso y prolongado favoreció la constricción de los
puestos y no su ampliación. La flexibilidad resultó en una noción equívoca,
pues se trató en concreto de una mayor dependencia del empleo para la
sobrevivencia y de condiciones más rígidas impuestas por las normas y por el
mercado respectivo, que limitaron fuertemente las reivindicaciones de los
trabajadores, de lo que el bajo nivel de salarios es un indicador.
Si la concepción libremercadista no lo justificaba por sí, la
radicalidad ideológica de los principales ejecutores de estas políticas en la
Argentina y la desaprensión en el manejo
de los asuntos públicos que caracterizó al gobierno de Carlos Menem (1989-1999)
potenciaron la regresividad social y económica de las decisiones tomadas.
Los términos de la
cuestión social en la Argentina y los indicadores de la crisis de reproducción social
Sin duda, los indicadores socio-económicos de mayor relevancia e
impacto político-cultural en las últimas décadas de la historia argentina, son
los de “pobreza” y de “desocupación”. Con toda claridad, sus magnitudes dan la
imagen de una sociedad que no estaba en las expectativas de los argentinos ni
en los planes de ninguno de los proyectos de nación más o menos delineados a lo
largo del siglo XX, que orientaron el sentido común social y las políticas de
estado hasta la crisis política de los años 70.
El Plan de Convertibilidad del Ministerio de Economía, puesto en
marcha en 1991, logró el control de la inflación y la estabilización de los
precios y permitió la recuperación del PBI, cuyo creciminto fue importante
hasta 1997. Sin embargo, durante ese mismo período, la tasa de empleo se
mantuvo estable primero y luego inició una caída que no pudo recuperarse hasta
la fecha. En los años más críticos (1994-1995), no
solamente se restringió el ingreso de nuevos trabajadores que se incorporaban a
la PEA, sino que se perdieron puestos existentes, principalmente aquellos de
tiempo completo y protegidos. Entonces la desocupación abierta alcanzó por
primera vez los dos dígitos (fue del 13% en octubre de 1994 y alcanzó al 17,3%
de la PEA al año siguiente).
¿Podés entender desde donde arrancaba todo? Describí tu percepción-
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Hasta entonces, el “problema social” que movilizaba las acciones
sociales del Estado y de la nueva filantropía, se condensaba en “la pobreza”,
definida en unos términos que desvinculaban las condiciones de vida de la
población, de las condiciones de la economía, del mercado de trabajo y del
empleo. En los términos que hegemonizaban el discurso político de entonces, la
economía (que crecía) mostraba el éxito del modelo, el mercado de trabajo daba
señas –como cualquier mercado- de los ajustes automáticos; y las condiciones
del empleo resultaban problemáticas para la competitividad de la economía,
porque las regulaciones (perimidas, desde ese punto de vista) encarecían el
trabajo. Hasta ahí se trataba de “modernizar” las relaciones laborales y adaptar
la fuerza de trabajo a nuevas demandas del mercado, en términos de capacidades,
disposiciones y flexibilidad para su contratación. Como está dicho antes, en la
pobreza se contaba a los pobres de siempre y a los “nuevos pobres” que, de
acuerdo al supuesto ideológico de la "teoría del derrame", eran
definidos por los políticos locales como las “víctimas del ajuste” económico
necesario para crecer y “después” distribuir. En el contexto de ese discurso
ideológico, la pobreza resultaba un
fenómeno deshistorizado, que podía describirse y caracterizarse por la
enumeración de las carencias del sujeto carenciado
o pobre, elegible como merecedor de
la asistencia estatal. Los criterios de la descripción permitían,
simultáneamente, “clasificar” a los pobres y focalizar las políticas (por
carencias, por grado de vulnerabilidad, etc.). Carencia de bienes, servicios y
recursos en general para la supervivencia, de educación, de capital cultural,
de disposiciones o aspiraciones, de poder y, al final, hasta de trabajo y de normas, en una vuelta
de sentido común a la anomia durkheniana,
completaron las definiciones de la heterogénea pobreza de los 90.
Es decir que, a pesar del bajo nivel de los ingresos entre el
sector cada vez más numeroso de trabajadores precarios y empleados no
registrados, de la falta de cobertura para la atención de la salud, la pérdida
de aportes previsionales (jubilatorios y por riesgos del trabajo), además del
desempleo abierto, éste comenzó a tomar carácter de “problema social” recién
cuando los índices que registraban el bajo nivel de ocupación eran presentados
por la prensa en titulares de catástrofe. La pobreza comenzó, entonces, a ser
asociada al trabajo. Pero no a las condiciones de la ocupación expresadas en
los indicadores señalados, sino como otra carencia del sujeto pobre: la “falta”
de trabajo. Falta asociada a sus propias características (esto es, sus otras
carencias, como la educación, el capital cultural, la flexibilidad necesaria
para adaptarse a los cambios tecnológicos y organizacionales) que lo hacían
“inempleable”. El trabajo fue puesto, entonces, en el centro de la escena
social y ya no sólo de la economía. Ahora el trabajo mereció un tratamiento
abstracto y a-histórico: desprendido de la producción, fue constituido en una
necesidad del sujeto y se revitalizó la
concepción reificada que concibe al trabajo como condición de humanización por
sí mismo y sin consideración de las relaciones en cuyo marco se realizan las
capacidades humanas de producción de la riqueza, de su distribución y de los
objetivos de la misma.
Como consecuencia, “tener trabajo” devino el principal requisito
para superar el estado de carencias varias de tal sujeto, y “dar trabajo”, en
una acción unilateral de “buena voluntad” para el eventual empleador. Esto, a
pesar de los numerosos estudios que mostraban que entre “los pobres” no sólo
había desocupados, sino también empleados formales, trabajadores precarios y,
aún, beneficiarios de la seguridad social, como es el caso de la mayor
proporción de jubilados cuyos ingresos quedaron fijados por debajo de la línea
de pobreza.
Si estos eran los términos más o menos explícitos en los que se
problematizó la cuestión social bajo la hegemonía del neoliberalismo en
Argentina, los indicadores que registran y cuantifican la situación social,
daban cuenta que los hogares cuyos ingresos no garantizan su reproducción según
estándares razonables de consumo y acceso a servicios, aunque con altibajos,
habían adquirido un peso estadístico tal, que permitían caracterizar a la
argentina como una sociedad de creciente desigualdad.
Tal como mostraron numerosos estudios referidos al tema (Murmis
y Feldman, 1992) luego del pico de 1989, cuando casi la mitad de la población
era pobre, la situación mejoró hasta 1994 por efecto del control de la
hiperinflación, su impacto en el consumo y el retorno del crédito para estos
efectos. Luego de que la crisis originada en México el fin de ese año afectara
la economía local, la pobreza volvió a aumentar de manera sostenida hasta
damnificar a la mitad de la población. En mayo de 1995 el 22,2 % de la
población se hallaba bajo de la línea de pobreza (5,7 % eran técnicamente
indigentes; es decir, no tenían ingresos para cubrir las necesidades
alimentarias mínimas); en mayo de 1997, 26,3 % eran pobres (e indigentes, el
5,7 %); en mayo de 2001 los pobres ascendían al 32,7 % (el 10,3, indigentes). Y
en plena crisis (octubre de 2002) la Encuesta Permanente de Hogares arrojaba
que un 42.3% de hogares del Gran Buenos Aires se hallaba bajo de la línea de
pobreza; allí estaban comprendidas 6.672.000 personas (el 54.3% de los
habitantes de este aglomerado). Un tercio estaba en situación de indigencia.
Este último es el dato que ilustra (hasta donde es posible con la distancia de
un índice) la profundidad que alcanzara la crisis de sobrevivencia en el país,
ya que en algunas regiones, como la del Noreste argentino, el 26,8 % de sus
habitantes no tenía ingresos suficientes para cubrir necesidades alimentarias
básicas. Las estrategias de sobrevivencia en estas condiciones, al límite de la
vida, apenas se conocen por el despliegue de las variadas actividades que son
públicas en las zonas urbanas (la recuperación de alimentos desechados, el
limosneo), u otras —no legales y que conllevan aún mayor peligro—
apenas atisbadas por los profesionales que prestan servicios educativos o
sociales, pasando por una compleja relación con los planes sociales de
asistencia y con la actividad local de los partidos políticos. Por su parte, la
caza, la pesca, la recolección y la producción campesina de subsistencia son
los recursos posibles en regiones rurales o poco urbanizadas.
Desde el punto de vista social, el resultado final del período
de recuperación económica fue más negativo que la llamada “década perdida” de
los 80. Habiendo crecido la producción de riqueza de manera significativa hasta
1998, estos valores indican su apropiación desigual. Es decir, lejos de ser un
problema meramente económico, la cuestión es de orden político-normativo. Son
las instituciones del estado neoliberal las que instalaron y han sostenido la
vulnerabilidad de las clases trabajadoras.
En cuanto a la desocupación, el mismo año 1995 fue, también,
fatídico. La medición de mayo indicaba que había alcanzado al 20% de la
población activa, lo que equivalía a más del doble que a principios de la
década. En el mismo período había aumentado la productividad por obrero y por
hora de trabajo, habían caído las remuneraciones y se extendió de hecho la
jornada laboral. En los años posteriores el desempleo se estabilizó en los
“valores normales” del 15 %, pero según la información oficial, el 80 % de los
puestos nuevos que se crearon fueron de duración predeterminada; y del total de
la fuerza laboral, el 11 % estaba “a prueba”
según alguna modalidad de contratos promovidos establecidos por la Ley de 1995
de Promoción del Empleo. La crisis de diciembre de 2001,llevó nuevamente este
índice hasta el 22% al año siguiente, en el Aglomerado del Gran Buenos Aires y
la situación nunca fue mejor en el resto del país, aunque con importantes
oscilaciones entre regiones y provincias.
Junto a estos niveles de desocupación, se consolidó la tendencia
a sobre-ocupar la fuerza de trabajo. En octubre de 2001, la proporción de la
fuerza laboral que trabajaba por encima de la jornada de 45 horas era similar a
la que estaba subocupada más la desocupada (superior al 31%), y también a la
que trabajaba una jornada normal. Esto equivalía a 3.080.150 de personas
sobreocupadas, 3.409.272, con problemas de falta de trabajo y 3.058.552
ocupadas en una jornada normal. Del total de sobreocupados, 2.024.049
trabajaban entre 46 y 61 horas a la semana y 1.045.821 personas tenían una
semana laboral aún más extensa, lo que en términos cotidianos significa que
alrededor de nueve horas de todos los días de su vida eran horas dispuestas
para trabajar. Al año siguiente y en plena crisis, aunque disminuyó la
sobre-ocupación, se mantuvo igualmente por encima de la subocupación, que su
vez aumentó un 65%; y de la desocupada, que también se expandió en un 41%. La
amplia mayoría de estas personas son asalariados; como la multi-ocupación
compromete a una porción relativamente pequeña (poco más de 330.000), se
entiende que la sobreocupación se da mayormente en un único empleo.
En relación con la actividad global y el tiempo de vida en
actividad, a lo largo de este período se dieron dos fenómenos: un crecimiento
global de la tasa de actividad de la población, que pasó de 39 % en 1985 a
alrededor de 45 % en 1997, nivel en el que se mantiene en la actualidad. Y un
engrosamiento del grupo que compone la edad límite de permanencia como activo
en el mercado de trabajo: en 1985 la tasa de actividad de la cohorte de 50-64
era de 49,4 %; en 1995, 59,5; en 1997,
de 63 % ; en 1999, de 65.2 %; y en 2001
alcanzó a 67.2%, valor que se reitera
casi idéntico en la última medición de octubre de 2002: el 67,5%.
Estos datos permiten concluir que en la Argentina, al final de
la ola liberalizadora, hay cada vez más personas que durante más tiempo y en
jornadas más extensas están trabajando, es decir, dedicadas a procurarse el
sustento y el abrigo. Una parte está efectivamente ocupada y otra, simplemente
disponible.
Una parte, cada vez menos, obtiene ingresos suficientes y está protegida,
aunque cada vez más insegura en su puesto de trabajo; otra, sobrevive con
ingresos que no cubren sus necesidades, en muchos casos, ni siquiera los de la
canasta alimentaria básica. La crisis del final del ciclo volvió a destruir
puestos, incrementar el desempleo y deteriorar los salarios por la devaluación
del peso y la mayor incidencia relativa del aumento de precios en la canasta de
consumo popular. Según los cálculos de un instituto especializado, a
mayo de 2002 aquéllos perdieron un 20,6 % de su valor, pérdida
equivalente a casi el 30 % para la población indigente, ya que los aumentos más
significativos se produjeron en la canasta básica de alimentos.
La asistencialización de
la política social: principales planes y programas
Si el proceso de empobrecimiento, precarización y desprotección
del trabajo se había iniciado durante la dictadura militar, es a la salida de
ésta cuando por primera vez se reconoció el problema alimentario como la
imposibilidad, para un número importante de hogares, de satisfacer sus
necesidades de reproducción alimentaria, aún Argentina es un país productor y
exportador de alimentos Hintze, 1989). Si bien existieron en el país
experiencias de políticas alimentarias (controles de precios de productos
básicos; complementación alimentaria en las escuelas públicas, como la copa de
leche; distribución gratuita de leche a mujeres embarazadas y niños pequeños en
los centros de salud), se asociaron a intervenciones universales y estuvieron
inscriptas en intervenciones políticamente orientadas a mejorar la distribución
del ingreso en general. Las condiciones sociales del principio de los 80
llevaron, sin embargo, a que se implementara el primer plan masivo de
asistencia alimentaria (Plan Alimentario Nacional – PAN) que consistía en la
distribución de una canasta de alimentos a hogares que presentaban problemas
alimentarios. Es decir, que exigía reunir ciertos requisitos para ser
beneficiarios del Plan. Se trató de un programa focalizado, aunque de amplio
alcance, llevada adelante en un contexto de optimismo político. El gobierno
democrático que asumió en 1983 esperaba que la necesidad de un plan de estas
características sería transitoria, hasta que quedaran restablecidas las
condiciones de “normalidad” dadas por la vida democrática. Su
concepción política –que hallaba en el contexto autoritario las causas de la
pobreza- pretendía romper con lo que había inaugurado la dictadura: la pobreza
como estigma “de los pobres”, lo que se materializaba en prácticas
institucionales como la imposición de “certificados
de pobreza” que debían ser emitidos por las oficinas de Servicio Social,
para autorizar la atención médica en los Hospitales públicos. A pesar de la
voluntad democrática, no se cumplieron ninguna de estas dos previsiones
respecto del PAN: la asistencia alimentaria debió ser mantenida durante todo el
período de la llamada “transición democrática” y quedaría instalada hacia
delante; y a pesar de la amplitud del programa, la distribución de las cajas PAN dio lugar al uso clientelar de
la asistencia alimentaria por parte de los numerosos mediadores políticos.
La llegada de Carlos Menem a la presidencia de la Nación, en
1989, a diferencia del gobierno saliente y contra las expectativas de sus
propios votantes, significó la clara decisión de llevar adelante un proyecto
político acorde a las tendencias político-ideológicas prevalecientes en los
países hegemónicos. En ese marco, el lugar de la política de asistencia a los
pobres era más claro: si bien se suponía también transitoria (según las
expectativas derivadas, ahora, de la "teoría del derrame" que elaboraban
los técnicos de los organismos internacionales) estaba claro que los
necesitados de las ayudas del gobierno o de la filantropía, eran los perdedores
del nuevo régimen que se imponía por las decididas políticas de ajuste
estructural. La asistencia a los pobres (viejos o nuevos, pero perdedores) se
supeditaba a aquella decisión y tenía dos funciones explícitas: de contención
del conflicto social (cuando se dirigía a los más pobres, aquellos que no
tenían nada que perder con sus acciones); y
de compensación a los nuevos pobres, perdedores directos del modelo.
Sin embargo, en caso de Argentina, hay que distinguir distintos
momentos y modalidades de intervención asistencialista más o menos superpuestas
durante los años del gobierno del presidente Menem, derivadas, entre otras
cuestiones, del hecho de que el proyecto de la nueva sociedad neoliberal era
llevado adelante por un gobierno cuyo origen político era un movimiento
populista que había impulsado una política fuertemente proteccionista y distribucionista,
a mediados del siglo XX. La asistencia y la ayuda social formaba parte de la
práctica política del movimiento y se encarnaba en un particular comportamiento
de sus agentes activos.
En esas modalidades se conjugaron, entonces, dos cuestiones: una
referida al modo de concebir y definir los problemas en relación a los cuales
cabía la necesidad de ayudar o asistir que, como vimos, pasó de la pobreza en
abstracto, a la falta de trabajo como
carencia de las personas; y la otra cuestión remite a la ayuda social en la
práctica política, en particular la peronista, que se conjugaba con la nueva
orientación focalizadora impulsada por los organismos internacionales que
financiaban la política social.
En ese marco, los planes, programas y decisiones políticas más
relevantes por su significación y capacidad de instituir relaciones sociales
(es decir, por eso y no por el impacto –que fue irrelevante- respecto de los
problemas que pretendían atender) son los que enumeramos a continuación, los
que son ilustrativos, a su vez, de las diversas modalidades de la asistencia en
este período.
* El Bono solidario de Emergencia fue el primer proyecto
tendiente a reemplazar el PAN y atender la crisis social de 1989 y 1990. Fue
inspirado por los representantes de las principales corporaciones económicas
aliadas al gobierno y reunidas en una efímera pero mediática Fundación Acción
para la Iniciativa Privada. El Operativo Solidaridad en el que se inscribía el
Bono, proponía atender la emergencia en el corto plazo, por la distribución de
bonos que podían canjearse por una lista de alimentos. Inicialmente debía ser
financiado con fondos aportados por la Fundación y exigirían contraprestación
laboral e identificación de sus beneficiarios por un “mameluco de trabajo”.
Finalmente, fueron financiados por fondos públicos, se
instituyó un impuesto ad hoc muy
resistido por los representantes empresarios en el Congreso y su distribución
fue más bien desordenada: los beneficiarios no tuvieron mameluco
identificatorio, pero debieron hacer patéticas filas en la vía pública, para
recibir el equivalente a unos cinco dólares.
El Bono Solidario tuvo corta vigencia pero puso en evidencia el
lugar de la asistencia en la práctica política tradicional, ya toda su gestión
estuvo signada por la disputa por su distribución por parte de funcionarios y
legisladores representantes de las diversas provincias. Estaba en juego la
acumulación particular de capital político y de lealtades locales.
En esta línea clásica que entrecruza la ayuda social, la política
y las actitudes filantrópicas, al Bono le siguieron otros planes como la Ayuda
Solidaria de Emergencia para grupos familiares, que exigía contraprestación en
trabajo de cualquiera de sus miembros; un efímero intento de desarrollo de
micro-emprendimientos productivos que luego fueron intentados por numerosas
organizaciones no gubernamentales; hasta que, en enero de 1993, se lanzó el
Primer Plan Social.
* Creación de la Secretaría de Desarrollo Social. El citado
lanzamiento no fue más que un anuncio, pero también fue el inicio de la
transición hacia la instalación de otra modalidad de política asistencial,
inspirada por las ideologías del gerenciamiento en el Estado. Justamente a un
año de este anuncio (enero de 1994) se creó la estructura institucional de
asistencia y promoción social más importante del Estado neoliberal: la
Secretaría de Desarrollo Social, en la órbita directa de la Presidencia de la
Nación. La
política social del gobierno quedó entonces asociada a la nueva Secretaría, que
asumió la coordinación del Plan Social que reunía programas sociales diversos
de todas las áreas del gobierno, a los que sumó programas propios. Al año
siguiente, el Secretario lanzó el Segundo Plan Social, anunciando su voluntad
de terminar con los vicios de la política social voluntarista y clientelística,
proponiendo mayor eficacia y eficiencia en la acción de gobierno del área y
señaló como principios: la focalización de los beneficiarios; la integralidad y
sustentabilidad de los planes, el control de las inversiones sociales y el
fortalecimiento de la comunidad, en la que se incluía a los gobiernos locales y
a las organizaciones de la sociedad civil. De hecho, fue política de la
Secretaría el impulso a la tercerización de las intervenciones sociales,
creándose un registro de organizaciones no gubernamentales: el Centro Nacional
de Organizaciones de la Comunidad (CENOC). Esta creación, como el Sistema de
Información, Monitoreo y Evaluación de Programas Sociales (SIEMPRO) y la Cuenta
Social Única y el Programa de Auditoría Social Centralizada, eran los
instrumentos para avanzar hacia una mayor
racionalidad. La Secretaría reunió numerosos programas (de emergencias
sociales; dirigidos a menores; alimentarios; de huertas familiares; de
emprendimientos productivos; de desarrollo de comunidades aborígenes; de ayuda
social a personas; etc. Además de los programas coordinados por la Secretaría,
se desarrollaban programas focalizados en otros Ministerios: de Salud, de
Educación, de Agricultura, de Interior, Jefatura de Gabinete, de Economía y de
Trabajo y Seguridad Social.
* Bajo la órbita del Ministerio de Trabajo se desarrollaron los
llamados planes de promoción del empleo consistentes, en realidad, en planes de
asistencia social a los desempleados, ya que explícitamente la política se
cuidaba de no interferir en el mercado de trabajo. La
Ley de Empleo de 1991 (N° 24.013) instituyó el seguro por desempleo bajo la
denominación de Sistema Integral de Prestaciones por Desempleo, para los
trabajadores despedidos que estuvieran en condición de legalidad y hayan
aportado al Fondo Nacional de Empleo, creado en la misma ocasión a tales
efectos y para financiar los programas de promoción y capacitación. La
exigencia de contrato legal constituyó una restricción importante, dadas las características
del mercado de trabajo local y la dimensión del empleo por fuera de la
ley. Las llamadas “políticas activas de
promoción y capacitación laboral” comprendía figuras contractuales a término y
eximidas total o parcialmente de las contribuciones patronales a la seguridad
social; y otros planes y programas que incorporaban alguna modalidad de
ocupación como parte del plan de asistencia
Con esa orientación, fueron numerosos los programas puestos en
marcha, siendo el PIT (Programas Intensivos de Trabajo), uno de los primeros
(1992) y de mayor significación político-cultural. Esto porque, como sus
sucesores, el Plan Trabajar (1995) y el último, el Plan Jefas y Jefes de Hogar
(2001), fueron inicialmente denostados por las organizaciones de trabajadores
(ocupados y de desocupados), y finalmente, demandados y disputados por estos
mismos agentes. Los PIT ocupaban desempleados sin calificación en obras que
permitían un uso intensivo de mano de obra; sus beneficiarios eran reconocidos
como “los pit” y solían identificarse
cuando se superponían brazos en exceso para tareas de poca exigencia. El Plan
Trabajar brinda “ayuda económica no remunerativa” a desocupados para trabajar
en proyectos de infraestructura y fue importante en pequeñas localidades
afectadas por la privatización de empresas estractivas del Estado, en las que
se iniciaron las protestas que darían lugar al movimiento piquetero. El
Plan Jefas y Jefe de Hogar Desocupados fue lanzado por el Gobierno provisional
en 2001, para enfrentar la grave crisis social profundizada por la devaluación
de la moneda local. También prevé contraprestación laboral, pero es el de mayor
alcance, teniendo en la actualidad más de 2 millones de beneficiarios,
receptores de un subsidio de 150 pesos mensuales (aproximadamente, 50 dólares).
Si estos fueron los planes más conocidos, están lejos de agotar
la lista de proyectos desarrollados en estos años, que tuvieron en común ser
ocupaciones a término (entre 3 y 6 meses), a cambio de “ayuda económica”.
Algunos estuvieron dirigidos a apoyar micro-emprendimientos productivos (casi
siempre actividades de subsistencia, dada la inexistencia de una política
específica de promoción, protección, capacitación y crédito), capacitación para
el primer empleo y formación o reconversión profesional, etc.
Dado el carácter focalizado de los programas, desarrollados en
paralelo con la política laboral que en nombre de la flexibilización restringía
los recursos institucionales y normativos de protección del trabajo (salario y
demás condiciones y beneficios), aunado la experiencia de uso particularista de
la asistencia estatal, a la ineficacia de la misma en el marco de una política
de estado que generaba precariedad, desempleo y necesidades insatisfechas, los
llamados planes de promoción del empleo, no se diferenciaron de los de
asistencia a la pobreza más que por el recurso de la misma: en este caso,
alguna ocupación muchas veces desvalorizada a cambio de la “ayuda económica no remunerativa”. Como en aquel caso, la
aplicación de los planes terminó siendo discrecional, según criterios de los
agentes responsables de su gestión, antes que los que figuraban en la letra de
los proyectos. Ello contribuyó a su ineficacia, desde el punto de vista del
problema que apuntaban a resolver, aunque eran “eficientes” desde el punto de
vista de la acumulación de capital político de los mediadores respectivos.
Durante todo el período se sucedían denuncias acerca de la escasa transparencia
en las listas de beneficiarios y el incumplimiento de los requisitos estipulados:
ciertas o no, eran una consecuencia directa de una política de estado sostenida
apenas en criterios técnicos de selección de “merecedores”, que se aunaba a la
concepción y uso clásico de la asistencia social como una acción particular y
discrecional, por sobre el derecho de igualdad de los ciudadanos de la
Nación.
La asistencialización de la política
social: su significación en la constitución de la sociedad
En primer lugar, es necesario recordar
brevemente que las políticas sociales ponen de manifiesto la politización de la
cuestión social; o, si se quiere, la constitución de la cuestión social en
cuestión de estado, desde el momento en el que las tensiones originadas en “la
dependencia del salario de la mano de obra libre” ya no pueden ser resueltas
por la vieja filantropía o por la caridad cristiana. Sobre ese punto de
partida, el Estado Social es el rencuentro de la economía y la política en la
forma de un nuevo acuerdo democrático que extiende las garantías de igualdad a lo
social; pero se trata también de condiciones que hacen a la propia acumulación:
cierta garantía de paz social, crecimiento del consumo de masas, disponibilidad
de fuerza de trabajo sana y educada, para hacer sólo una referencia parcial de
una cuestión harto compleja. De modo que el Estado Social y sus políticas
respectivas no expresan solamente la tendencia a instituir la seguridad de la
reproducción de los trabajadores (incluyendo el momento de paro, de retiro por
la edad o por accidentes eventuales o laborales), sino también del capital, en
la medida que lo requieren las condiciones técnicas y organizativas de la
producción.
Si esto corresponde al movimiento histórico
general, las formas concretas que tomaron los estados nacionales depende de
factores locales y del tipo de inserción (hegemónica o subordinada) en el
sistema mundial. En el caso se Argentina, la consagración política de los
derechos sociales a mediados del siglo XX correspondió a un capítulo de los
derechos del trabajo La
particularidad del mercado de trabajo argentino, caracterizado por una amplia
ocupación y condiciones de vida relativamente homogéneas, daba apariencia de
universalidad a sistemas que dependían de la relación salarial formal y/o del
aporte del trabajador, sea empleado o autónomo.
En esas condiciones y desarrollados los
sistemas de protección social, la asistencia social quedaba destinada a
situaciones relativamente acotadas de vulnerabilidad. No obstante, la
particularidad del régimen político en cuyo marco tomó forma el estado social
argentino en la década de 1940, encabezado por el Gral. Juan Perón, que
simultáneamente impulsó una amplísima intervención asistencial vía una
institución ad hoc, consustancial al
régimen político, pero no propiamente estatal (la Fundación Eva Perón),
potenció en este país la clásica discusión acerca del asistencialismo que acompaña a las políticas de asistencia, a pesar
del discurso de su fundadora, que afirmaba el derecho de los pobres a la ayuda social.
Como presentamos en los puntos anteriores, el sentido del
proceso histórico del último ciclo fue inverso: las condiciones del mercado de
trabajo desnudaban los límites de los sistemas de protección, al tiempo que se
perdía el sentido de derecho a la misma. Lejos de crearse alternativas superadoras
de dichos límites y desacoplar el derecho a la protección de la relación con el
mercado de trabajo, la seguridad misma se interpretó en términos de
“privilegios” y se tendió hacia la fundación de seguros privados (aunque de
afiliación compulsiva) dependientes de la capacidad y nivel de ahorro de cada
individuo. De modo que la protección y la seguridad de la vida quedaban también
asociadas al éxito individual para procurarse más o mejor de la nueva
mercancía. El mercado de esos servicios (cuyos agentes son las AFJP o las
empresas de medicina prepaga) devino el nuevo camino legítimo. Fuera de él
quedaron los desocupados y los informales cuyos ingresos no les permiten pagar
la cuota correspondiente, clientes presentes o a futuro de la ayuda social del Estado.
Quedó, entonces, constituido un orden político-institucional asistencialista, resultante del sentido
general de la política y de las medidas concretas impuestas como “solución” a la crisis cuyos orígenes se
remonta a la década de 1970. De ahí que afirmamos que la política social global
se asistencializó: las intervenciones
sociales se focalizaron en los débiles, como contrapartida de las reglas del
mercado (con las que “juegan” quienes
tienen éxito en la adaptación al mismo), instituidas estatalmente como
regulaciones del conjunto de la vida social y reproducidas, a la vez, en los
discursos y en dichas intervenciones sociales. Precisamente, la máxima
mercantilización de la fuerza de trabajo y la desestructuración de las
instituciones de regulación de su uso y de protección de los trabajadores, fue
correlativa y determinante de tal asistencialización, cuyo sujeto no es otro
que el trabajador desprotegido, efectiva o potencialmente pobre. Desde el punto
de vista del carácter del Estado, se trata de un orden en el cual las
regulaciones flexibilizaron el uso de la fuerza de trabajo y, simétricamente,
rigidizaron la autodisposición y capacidad de disputa por las condiciones de su
empleo. La política laboral resultante/productora de un orden de tales características,
determina el carácter asistencialista de las intervenciones sociales del
Estado, globalmente dirigidas a socorrer la emergencia de la crisis de
reproducción de quienes han quedado “libres en el mercado”. A esta orientación
se articuló la vieja práctica que asimila y significa la prestación a un acto
moral de un actor individualizable (sea un particular, sea un gobierno, sea un
líder o un agrupamiento político, sea un funcionario), diluyendo su carácter
institución política y expresión de una voluntad colectiva.
El derecho a la
asistencia y el sentido de la política social
El sector de las políticas de asistencia, como parte de las
políticas sociales, corresponde a la concurrencia necesaria para enfrentar
emergencias sociales o derivadas de imprevistos; a la protección y atención de
personas con discapacidades vitales (enfermedades crónicas o congénitas); a
compensar el desamparo familiar (niños huérfanos; ancianos solos); a la
defensa y amparo de las víctimas de
violencia socio-familiar (mujeres o niños golpeados o violados, por ejemplo),
entre otras cuestiones que no necesariamente arraigan en la desposesión, que
presentan necesidades específicas y que no son comprendidas por la seguridad
social general. Asimismo, comprende también las acciones necesarias para
asegurar la defensa, amparo y promoción (social y cultural) de los grupos más
afectados por fenómenos como la drogadependencia, el desestímulo educativo o la
desafectación de la pertenencia y la valoración de la vida propia y de los demás,
que constituyen una problemática social nueva, gestada en las condiciones, la
cultura y las soluciones neoliberales a la crisis socio-económica. Estas
problemáticas, así como la desprotección derivada de las políticas descriptas
antes, demandan acciones específicas dirigidas a revertir las condiciones de
pérdida de autonomía para los sujetos, que no pueden reemplazarse por acciones
volátiles y focalizadas en las “carencias del sujeto” (en el sentido antes
precisado).
En principio, entonces, no tendrían aquel signo negativo
políticas de asistencia inscriptas en un marco global de derechos y garantías,
que asumiera la naturaleza histórico-estructural del riesgo eventual de no
poderse realizar la reproducción (en sentido amplio), por situaciones de
desventaja fortuita o por las condiciones del mercado de trabajo; y que
expresaran el acuerdo normativo de una sociedad de asumir colectivamente el
mismo y, consecuentemente, la seguridad de todos sus miembros. Sin embargo,
esto no se desprende de manera directa y automática de un marco normativo de
tales características, sino que será el resultado de procesos sociales y
culturales que reorienten el sentido general de la política social. Esto
demanda el desarrollo de estrategias de acción que contribuyan a la preservación
de las potencialidades del sujeto y a su valoración como miembro activo de su
sociedad, y requiere ser sostenido en la práctica político-profesional del
conjunto de agentes implicados, como realización de una nueva hegemonía.
Pero además, es necesario atender a la consideración que en un
marco de derechos y garantías tienen las necesidades de la reproducción. Un
supuesto posible es que su definición no puede limitarse a aquellas ligadas al
mantenimiento cotidiano o a la mera subsistencia, sin reducir a las personas
-sujetos contextuados- a una primaria condición de ser natural. Por eso, son
necesidades de la reproducción de todos
los miembros de una sociedad, todas
aquéllas posibles de ser satisfechas en las actuales condiciones del
desarrollo de las capacidades humanas (fuerzas productivas y culturales), que
no ponen en riesgo la vida y los recursos en el planeta, que las comunidades o grupos sociales (en
tanto sujetos colectivos) tienen como deseables
y reconocen como positivas para su desenvolvimiento y bienestar, y a las
que, en consecuencia, los individuos pueden aspirar legítimamente, en
condiciones equivalentes. Dado este
horizonte como posibilidad, los sujetos son libres de elegir una vida de asceta
o de ermitaño.
Estos supuestos son condiciones de partida y el marco conceptual
para la proposición de políticas de diverso alcance. En lo inmediato, son
necesarias políticas eficientes, eficaces y amplias, frente a la problemática de
la sobrevivencia, la que debe ser reparada dando cobertura inmediata a las necesidades
urgentes de alimentación, abrigo, salud y vivienda; y previniendo
el deterioro a que lleva el sufrimiento y que deviene en otras
problemáticas sociales difíciles de reparar, tales como el abandono de hogar
por parte de los adultos responsables y de niños que pierden toda contención;
la mendicidad, la drogadicción, la delincuencia, etc.
En el mediano plazo deberán revisarse los sistemas de protección
atados a la relación salarial y al ahorro individual, porque potencian la
vulnerabilidad de la desocupación y de la falta de ingresos.
En relación al empleo,
deberá revisarse la política laboral que dejó planteada el neoliberalismo, para
establecer normativamente las condiciones de uso de la fuerza de trabajo, que
entre otras cosas fije límites a la intensidad y extensión de la ocupación y
restablezca mínimos salariales acordes a las necesidades de la reproducción.
Respecto al trabajo en general, como condición de participación
en la producción social, se requiere dejar de lado tanto la estrategia de
planes de ocupación en puestos transitorios, descalificados y estigmatizantes;
como aquella que supone promover emprendimientos autónomos que son meras
actividades de subsistencia. Una política en este sentido debe ir más allá del
subsidio, ya que requiere capacitación, créditos, normas de competencia y
comercialización, etc.; es decir, una política económica dirigida a desarrollar
estos mercados.
Finalmente, respecto del campo del trabajo social, aquellas
condiciones políticas descriptas en este artículo, fueron también constrictivas
para el ejercicio profesional, cuyos agentes estuvieron fuertemente
constreñidos en su acción en las instituciones sociales.
Sin embargo, es posible reconocer una práctica de resistencia,
tanto discursiva como en la labor cotidiana, fundamentalmente de oposición a
los principios morales que propuso el neoliberalismo lo que potencialmente deja
bien ubicada la profesión para participar en la recreación de los lazos de
comunicación y entendimiento, fundamentalmente a nivel de la vida cotidiana de
los grupos sociales y comunidades. Queda por verse, no obstante, la capacidad
de incidencia del trabajo social en la definición de alternativas de políticas
sociales integrales (es decir, que articulen los múltiples sectores en que se
fragmentan las intervenciones sociales del Estado) y que tendencialmente
contribuyan a producir relaciones sociales horizontales y solidarias, entre
sujetos capaces de proyectar su vida en condiciones de mayor autonomía y de
participar reflexivamente en la vida política.
En las actuales circunstancias, de agudización extrema de la
pobreza y vigencia de innumerables expresiones de la problemática social, la
perspectiva del Trabajo Social deberá articularse entre dos dimensiones,
íntimamente relacionadas: la situación estructural del país y la diversa gama
de problemas sociales que emanan de la misma y que requieren urgente atención.
4-
¿Qué
es el neoliberalismo?
5-
Realizá
UN DESARROLLO más un cuadro-síntesis de
lo leído.
6-
¿Qué se
entiende por corrupción? Cite ejemplos políticos.
7-
Describa el concepto de Autoridad y legitimidad.
8-
Buscá diferencias y similitudes en todos los videos adjuntados hasta ahora- con cada político de turno- desde
el primer tema de clase hasta los de hoy. Compará posturas políticas.
9-
A todo lo redactado citar bibliografía. No se puede usar wikipedia.
10-
Se
acepta un trabajo cada 2 alumnos.
11-
Fecha de
entrega: viernes 13/4/12.
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Edited by Iain Ferguson, Michael Lavalette and Elizabeth Whietmore
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ISBN: 0415325374 (hbk)
ISBN:0415325382
(pbk)
2004