Gobernabilidad Democrática se entiende
como la capacidad de una sociedad de definir y establecer políticas y resolver
sus conflictos de manera pacífica dentro de un orden jurídico vigente. Esta es
una condición necesaria de un Estado de Derecho junto con la independencia
de los poderes y un sistema legal que garantice el goce de las libertades y
derechos –civiles, sociales, políticos y culturales– de las personas. Para ello
se requiere de instituciones basadas en los principios de equidad, libertad,
participación en la toma de decisiones, rendición de cuentas y, promoviendo la
inclusión de los sectores más vulnerables.
Hay diferentes áreas de trabajo
temáticas –Gobernabilidad Local, Descentralización y Reforma Institucional y
Reformas del Sector de Justicia y Seguridad– trabajan en la gestión de
conocimiento promoviendo la participación con inclusión (en especial de
mujeres, jóvenes, personas con discapacidades, personas de ascendencia africana
y grupos indígenas) y el fortalecimiento de las instituciones de los gobiernos
para asegurar mejores condiciones para el desarrollo humano para nuestros
países en América Latina y el Caribe.
1. Ciudadanía, autonomía y juicio
político
Existe lo que creo es uno de los primeros
documentos que argumentan en favor de la justificación de la participación
democrática en la historia de la teoría política. Se trata de un texto del
sofista Protágoras1 en el que sostiene, contra la opinión de
Sócrates, que todos los ciudadanos deben participar en el gobierno de la
ciudad, puesto que todos ellos poseen igual competencia política e igual
capacidad de juicio para los asuntos políticos. En efecto, el sentido moral y
el sentido de la justicia son compartidos por todos los ciudadanos, y esto les
permite participar, deliberar, discutir y decidir sobre lo público. Debido a
que todos poseemos lo que provisionalmente llamaremos capacidad de juicio
político (la combinación de sentido moral y justicia), todos podemos y debemos
participar. Es la capacidad de juicio la que nos iguala. Es la posesión de esa
capacidad la que justifica un sistema político democrático.
Es curioso que la teoría política haya
dedicado, comparativamente hablando, poca atención a este tema y a esa
justificación. Y todavía resulta más curioso que la idea sofista,
convenientemente invertida, haya servido como argumento para procurar la
exclusión y el cierre de la esfera pública.
En efecto, cuando, no hace tanto
tiempo, se excluía a los trabajadores del derecho al voto o cuando se negaba el
sufragio a la mujer o cuando se relegaba a la condición de paria político a una
minoría racial (o a una mayoría racial), la razón para hacerlo siempre era la
misma: esos grupos sociales carecían de capacidad de juicio político. De hecho,
hoy seguimos utilizando esta argumentación para justificar exclusiones que
consideramos razonables: los niños o los locos. ¿Por qué excluimos a niños y a
locos? Porque suponemos que su incapacidad para el autogobierno les excluye del
gobierno común. Y este fue casi siempre el caso de las exclusiones antedichas:
a las mujeres, por ejemplo, se les negaba autonomía individual tanto o más que
capacidad de participación política; si los trabajadores no poseían otra
propiedad que su fuerza de trabajo, esa era razón suficiente para demostrar su
falta de autonomía en la esfera económica, que tenía como consecuencia la
exclusión de la esfera política, etc.
2. La perspectiva antiparticipativa
liberal-conservadora
Este tema resulta complicado. Incluso
entre liberales partidarios fuertes de la autonomía individual, se ha dudado de
que la igualdad de juicio político existiese realmente y de que, caso de
existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así, Jeremy Bentham consideraba
que cada uno es el mejor juez de sus propios intereses, pero eso no fue óbice
para que recomendara formas de sufragio fuertemente restringidas. John Stuart
Mill, por su lado, afirmaba que era preferible equivocarse por uno mismo que
acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al tiempo consideraba más
conveniente una forma de sufragio cualificado que el sufragio universal.
Contemporáneamente, Joseph Schumpeter o Giovanni Sartori creen que, debido a la
complejidad de los asuntos políticos y al tipo de conocimiento especializado
que requieren, un cierto grado de apatía entre los ciudadanos debe ser
bienvenido en cualquier democracia representativa e, igualmente, que las
decisiones políticas básicas y cruciales deben ser dejadas en manos de nuestros
representantes .
La idea de implicación política siempre
ha levantado sospechas entre los conservadores, que creían -y creen- que la
participación intensiva de la ciudadanía divide profundamente a la sociedad en
demandas, ambiciones y necesidades excluyentes. El faccionalismo y el conflicto
son sus corolarios. Por lo demás, las masas de ciudadanos serían, en ese
supuesto, manipuladas fácilmente por demagogos, como, por ejemplo, ocurrió en
los años de la república de Weimar. Y, en este caso, los índices de
participación señalarían, no a la fortaleza, sino, precisamente, a la debilidad
del régimen democrático. La alta participación sería, pues, señal de
insatisfacción o de deslegitimación del sistema e impactaría negativamente en
la gobernabilidad.
Todo ello, según esta perspectiva,
aconsejaría como más razonable para lograr gobernabilidad el uso de
herramientas tales como la representación, los políticos profesionales, los
expertos. El sistema representativo proveería de salidas a estas dificultades
mediante la interposición de unas elites encargadas de agregar y articular
intereses y demandas. Después de todo, lo importante para el liberal, en este
caso, sería garantizar el ejercicio de la libertad individual, no la
participación o el juicio político ciudadano.
Así, para la tradición
liberal-conservadora se trataría de dar cabida al individualismo moderno,
comprendiendo la democracia no como una forma de vida participativa, sino como
un conjunto de instituciones y mecanismos que garantizaran a cada individuo la
posibilidad de realizar sus intereses sin interferencia o con el mínimo de
interferencia posible. Cada uno, movido por el autointerés, tratará de
promocionar sus deseos, conectarlos con los de otros y hacerlos presentes,
mediante agregación, en el proceso de toma de decisiones. Y, así por ejemplo,
los partidos políticos serían maquinarias, no de participación, sino de
articulación y agregación de intereses. El bien público consistiría en el total
(o el máximo) de los intereses individuales seleccionados y agregados de
acuerdo con algún principio legítimo justificable (por ejemplo, el principio de
mayoría).
El tipo de ciudadano que se promueve
desde esta visión está alejado del ideal participativo. Se supone, además, que
el ciudadano liberal descrito es una construcción más realista. Básicamente
porque: 1) parece más fácil comprender los propios intereses que el bien común,
2) los incentivos para participar se hallan más ligados al egoísmo de
promocionar el propio interés que al logro del interés general, y 3) la
promoción del propio interés asegura el incentivo para los mínimos de
participación requeridos en una democracia3 . Esto conduce a la
creación de una categoría de ciudadano en términos ligados a los intereses de
los individuos. Como consecuencia, la actividad política y la participación
pública se desincentivan al tiempo que se profesionalizan. Y esto es así, según
la visión liberal, porque lo que resulta importante para la autorrealización no
tiene conexión con la participación política, sino con el autodesarrollo en la
esfera privada o profesional y con el control de los mecanismos de agregación
de intereses. Ese control estaría ligado a la existencia de elecciones en las
que los individuos, armados con el conocimiento de sus propios intereses e informados
suficientemente respecto de las alternativas, eligen entre productos políticos
en competición y los sujetan a su control en la elección subsiguiente. Esta
comprensión de la ciudadanía no exige su participación, sino que recomienda un
prudente equilibrio entre participación y apatía como una fórmula al tiempo
“barata” y eficiente de gestión de la complejidad.
Carlos Marx ya advirtió que este cambio
de acento, centrado ahora en los intereses, los derechos y las libertades
individuales, acabaría concretándose bajo el capitalismo en la defensa de los
derechos de propiedad, olvidando todo lo demás. Y hay que confesar que lo que
Margaret Thatcher o Ronald Reagan dijeron después se parece bastante al
reproche marxiano: la nueva derecha enfatiza los derechos de propiedad y
seguridad a expensas de la participación y la libertad política. Desde este
punto de vista, de lo que se trata es de conseguir un gobierno eficiente y
justo, y tal objetivo será mejor servido por un pequeño grupo de políticos,
burócratas y representantes, con el mínimo de interferencias, que por el uso
generalizado de las habilidades de juicio ciudadano a través de la
participación.
La teoría elitista de la democracia ha
tratado de fundamentar empíricamente el punto de vista liberal- conservador.
Sus hallazgos han sido, en cierto sentido, demoledores para el ideal
participativo: los ciudadanos son profundamente apáticos, ignoran los temas
políticos de debate más importantes, no desean participar, no poseen el
necesario conocimiento de los asuntos políticos, prefieren centrar su
autodesarrollo personal en la esfera privada o en la esfera profesional,
resienten negativamente el «imperialismo» del rol político, etc. Dicho de otro
modo: los ciudadanos de nuestras democracias no poseen juicio político ni
aspiran a desarrollarlo y, para procurar gobernabilidad, estabilidad y
democracia, de lo que se trata es de: 1) difundir el valor de la tolerancia
política entre los ciudadanos y la responsabilidad entre las elites, y 2)
establecer marcos institucionales que garanticen ciertas reglas del juego. Pero
en ningún caso resultaría conveniente impulsar o incentivar excesivamente la
participación directa de los ciudadanos en los asuntos políticos. De hecho, el
establecimiento institucional de canales de participación, que raramente son
utilizados por la ciudadanía, refuerza este prejuicio liberal: el equilibrio
entre participación moderada y apatía, unido a reglas de tolerancia y
protección de derechos, produce gobernabilidad; la incentivación de la participación
extensiva produce inestabilidad, intolerancia, sobrecarga del sistema, etc.
Y esta tesis se entiende como más
adecuada todavía en los casos de regímenes democráticos jóvenes que
recientemente han experimentado una transición desde el autoritarismo. En
efecto, ahora parecería que una desincentivación de la participación extensiva,
un cierto grado de apatía, la desmovilización de algunos de los sectores más
fuertemente implicados en el proceso de transición, la cesión de amplias
esferas de poder a los representantes, la extensión de valores como la
tolerancia, la búsqueda de éxito individual, la privatización de las
diferencias entre la población, etc., producirían más gobernabilidad que sus
contrarios.
Sin embargo, ¿no estaríamos en este
supuesto creando alienación política en la mayoría de los ciudadanos? ¿no sería
el alejamiento de la ciudadanía respecto de la participación política más
peligrosa, a la larga, para la gobernabilidad que sus contrarios? Al menos así
lo cree la perspectiva de análisis opuesta a la reseñada.
3. La perspectiva
democrático-participativa
En contraposición a la perspectiva
liberal-conservadora, la democrático-participativa intenta, precisamente,
incentivar la participación y, a través de ella, desarrollar el juicio político
ciudadano.
Allí donde hayan de tomarse decisiones
que afecten a la colectividad, la participación ciudadana se convierte en el
mejor método (o el más legítimo) para hacerlo. Y no es únicamente que la
participación garantice el autogobierno colectivo y, por ende, aumente la
gobernabilidad. Además, como ya se ha aludido más arriba, produce efectos
políticos beneficiosos ligados a la idea de autodesarrollo de los individuos.
Para los griegos era la participación en el autogobierno la que convertía a los
seres humanos en dignos de tal nombre. La discusión, la competencia pública y
la deliberación en común de ciudadanos iguales colaboraban a la dignidad de los
participantes y a la construcción ordenada y pacífica del bien colectivo. Para
los humanistas del Renacimiento el compromiso con la vita activa constituía el
vínculo comunitario creador de virtud cívica. Para Tocqueville, en fin, la
implicación ciudadana en todo tipo de asociaciones (civiles, sociales,
políticas, económicas, recreativas, etc.) constituía un rasgo distintivo del
régimen democrático. Para John Stuart Mill o John Dewey la democracia no era
únicamente un sistema de reglas e instituciones, sino un conjunto de prácticas
participativas dirigido a la creación de autonomía en los individuos y a la
generación de una forma de vida específica. Los partidarios contemporáneos de
la democracia «fuerte» o «expansiva» aspiran igualmente a hacer de la
participación el centro de gravedad de sus argumentaciones.
En general, la participación es un
valor clave de la democracia según esta tradición. Y esa posición privilegiada
se legitima en relación con tres conjuntos de efectos positivos. Primero, la
participación crea hábitos interactivos y esferas de deliberación pública que
resultan claves para la consecución de individuos autónomos. Segundo, la
participación hace que la gente se haga cargo, democrática y colectivamente, de
decisiones y actividades sobre las cuales es importante ejercer un control
dirigido al logro del autogobierno y al establecimiento de estabilidad y gobernabilidad.
Tercero, la participación tiende, igualmente, a crear una sociedad civil con
fuertes y arraigados lazos comunitarios creadores de identidad colectiva, esto
es, generadores de una forma de vida específica construida alrededor de
categorías como bien común y pluralidad.
La combinación de estos tres efectos
positivos resulta favorecedora del surgimiento, en esta forma de vida, de otros
importantes valores: creación de distancia crítica y capacidad de juicio
ciudadano, educación cívica solidaria, deliberación, interacción comunicativa y
acción concertada, etc. En una palabra, la forma de vida construida alrededor
de la categoría de participación tiende a producir una justificación legítima
de la democracia, basada en las ideas de autonomía y autogobierno.
Los ciudadanos serán juiciosos,
responsables y solidarios, únicamente si se les da la oportunidad de serlo
mediante su implicación en diversos foros políticos de deliberación y decisión.
Y cuantos más ciudadanos estén implicados en ese proceso, mayor será la
fortaleza de la democracia, mejor funcionará el sistema, mayor será su
legitimidad, e, igualmente, mayor será su capacidad para controlar al gobierno
e impedir sus abusos. La participación creará mejores ciudadanos y quizá
simplemente mejores individuos. Les obligará a traducir en términos públicos
sus deseos y aspiraciones, incentivará la empatía y la solidaridad, les forzará
a argumentar racionalmente ante sus iguales y a compartir responsablemente las
consecuencias (buenas y malas) de las decisiones. Y estos efectos beneficiosos
de la participación se conjugan con la idea de que la democracia y sus
prácticas, lejos de entrar en conflicto con la perspectiva liberal, son el
componente indispensable para el desarrollo de la autonomía individual que presumiblemente
aquellas instituciones quieren proteger. Dicho de otro modo, existe una
conexión interna entre participación, democracia y soberanía popular, por un
lado, y derechos, individualismo y representación, por otro. Esa conexión se
apreciaría, por ejemplo, en el hecho de que estas últimas constituyen
precisamente las condiciones legal-institucionales bajo las cuales las variadas
formas de participación y deliberación política conjunta pueden hacerse
efectivas .
Así pues, la participación ahora se
contempla desde el punto de vista de sus efectos beneficiosos en la creación de
mutuo respeto, de comunalidad, de confianza interpersonal, de experiencia en la
negociación, de desarrollo de valores dialógicos, de habilidades cognitivas y
de juicio; en definitiva, de autodesarrollo personal en la multiplicidad de esferas
públicas que la democracia pone al alcance de los ciudadanos. De hecho, el
autodesarrollo personal es descrito aquí, en buena medida, en términos de autodesarrollo
moral .
En esta etapa de fin de milenio que
hace coincidir la universalización de la democracia liberal con altísimos
grados de corrupción política y de deslegitimación de los sistemas, el
demócrata participativo ve en la implicación política de la ciudadanía la única
salida. Es hoy casi un lugar común en muchos sistemas democráticos la idea de
que resulta necesario reforzar la sociedad civil y los lazos cívicos que ésta
crea. El demócrata participativo aspira a seguir esa línea y a construir nuevos
y variados ámbitos de participación democrática institucional y no
institucional.
De hecho, existe evidencia empírica de
que el retrato del ciudadano ofrecido por el liberal-conservador no es del todo
exacto. No es que la apatía sea funcional, es que no hay que confundir un
seguimiento «de segundo orden» de la política con mera pasividad. En las
circunstancias adecuadas, los ciudadanos reaccionan y se movilizan en defensa
de sus intereses políticos y de lo que creen justo o necesario. Además, la
débil voluntad de participación a veces refleja defectos del sistema, pues la
utilidad de la participación para los ciudadanos no siempre es evidente. Así
pues, cuanto mayores sean las expectativas de que la implicación política
obtendrá resultados, mayor será la participación. Por último, el pluralismo de
intereses y opiniones existente en nuestras sociedades hace que la
participación no siempre deba seguir la senda institucional, sino que se
disperse en una miríada de ámbitos, no exclusivamente relacionados con la
política institucional, que acojen las aspiraciones políticas ciudadanas cuando
otros lugares (los partidos, por ejemplo) ya no parecen los apropiados para
hacerlo7 .
De hecho, los partidos políticos han
sufrido una importante crisis en su conexión con su función de canales de
participación ciudadana. Veámoslo con algún detalle.
Hubo un tiempo en el que los partidos
políticos pudieron aspirar, al menos parcialmente, a justificar su existencia a
través de ese valor de la participación. Durante buena parte de los siglos XIX
y XX los partidos de masas incentivaban y catalizaban la participación. En
tanto que organizaciones políticas, aspiraban a promover la educación política
o la discusión sobre decisiones y procesos colectivos o la explicación
deliberativa de las opciones y alternativas políticas, etc. También, a crear
una «cultura» propia, a desarrollar ciertos valores y hábitos, a generar
prácticas de solidaridad y ayuda mutua, a aumentar la capaciad de juicio
político de los ciudadanos, etc. La lucha por la extensión del sufragio se unía
así a la creación de «sentido de comunidad» en el seno de las organizaciones de
partido. Según el discurso prevaleciente, los partidos podían funcionar como
catalizadores de la participación y como canales a través de los cuales el
pueblo soberano ejercía su soberanía.
Pero esta imagen y estos partidos no
han sobrevivido al paso del tiempo. Aunque gran parte del discurso político que
trata de legitimarlos (o sea, de ligar sus funciones a valores queridos para
nosotros) continúa describiendo sus actividades de acuerdo con la imagen recién
apuntada, la trasformación de sus funciones dificulta extraordinariamente esa
tarea. Es cierto que siguen siendo una pieza fundamental en el entramado
institucional de las democracias, y también lo es que a través de ellos los
ciudadanos pueden hacerse presentes como unidad de acción efectiva en el
proceso de toma de decisiones. Pero también es verdad que su conversión en
maquinarias electorales ha roto con sus tendencias participativas y ha
modificado sus funciones. Junto a cambios que no podemos detallar aquí
(transformaciones en la estructura de clases, etc.), la transformación
institucional y electoralista de los partidos tiende a convertir a éstos en
organizaciones desincentivadoras de la participación. Y esto en dos sentidos:
1) tanto en lo que hace a su intento de monopolizar y disciplinar movimientos
participativos que suceden al margen de su control, 2) como en lo que se
refiere a los mecanismos de participación interna de los afiliados y
simpatizantes. En ambas zonas los partidos intentan controlar «desde arriba»
los procesos, siendo su preocupación máxima lograr una cierta estabilidad en la
participación. Es decir, una especie de equilibrio entre participación y apatía
que les garantice el control de esos procesos. Las razones esgrimidas para ello
son variadas, pero lo cierto es que parecen encontrar eco en la población,
puesto que ésta castiga severamente en las elecciones a aquellas organizaciones
de partido en las que cree advertir fuertes disensiones internas (debidas,
según algunos, a un exceso de democracia y participación en el seno de la
organización).
En opinión de J.J. Linz ,
esto sugeriría que modelos como el schumpeteriano estarían en lo cierto: en la
actualidad, lo que el ciudadano vota es a un primer ministro y a un gobierno y
al partido que les apoya. Los partidos no son mecanismos incentivadores de la
participación política, sino alternativas electorales. Pero este hecho, nos
recuerda Linz, conduciría a la depreciación de la discusión, de los debates internos
y de la formación colectiva y democrática de opiniones en el seno de los
partidos. E, igualmente, crearía las condiciones para la subordinación
oligárquica de los partidos a los gobiernos y de los gobiernos a sus líderes .
Todo parece colaborar, pues, a esta tendencia antiparticipativa y, por tanto, a
contribuir a debilitar los lazos legitimantes de los partidos con la categoría
de participación.
Así pues, la participación en la
tradición democrático-participativa no debe ser entendida en términos exclusivamente
institucionales o ligada de manera excesiva a los partidos como canales de
participación. Sin embargo, su valor esencial como mecanismo de educación
cívica quedaría intocado para esta perspectiva, pese a las dificultades de
convertir en prácticas institucionales lo que se extiende a otros ámbitos no
institucionales de tomas de decisión. De hecho, hay quien opina10 que
esos nuevos lugares de participación, tales como el movimiento feminista o el
movimiento ecologista, pueden resultar de enorme importancia para el desarrollo
de una ciudadanía crítica y con capacidad de juicio autónomo.
4. Educación cívica y valores políticos
Así pues, los demócrata-participativos
creen que la participación origina toda una serie de elementos y valores
extraordinariamente provechosos para la ciudadanía y su educación cívica, con
un impacto muy positivo en la gobernabilidad del sistema a través de su
democratización. En contraposición a esto, los liberales más o menos
conservadores señalan las ventajas del sistema representativo, de un cierto
grado de desimplicación ciudadana, de una cultura política más centrada en la
autonomía individual, en la tolerancia y en las instituciones, que en la
participación directa.
Es evidente que para ambos puntos de
vista la educación cívica es importante, aun cuando los valores y actividades
asociados a ella podrían ser muy diferentes si asumimos una u otra perspectiva.
Si asumimos la perspectiva liberal, el
valor de la tolerancia se convierte en crucial. Los liberales
confían en poder articular un Estado neutral entre las distintas concepciones
del bien (al estilo de John Rawls, por ejemplo), que sea capaz de crear
tolerancia negativa y desimplicada, una tolerancia pragmática que no exigiría
más que una actitud de «vivir y dejar vivir» entre los ciudadanos .
Esto explicaría, entre otras cosas, que los liberal-conservadores tendieran a
ver el problema de la educación cívica en términos “privados” o familiares, es
decir, en términos en los que lo único que se exigiría de un ciudadano sería el
desarrollo de sus propias inclinaciones culturalmente valorativas en esferas
privatizadas, y donde lo público apareciera como un ámbito de tolerancia mutua.
Aun tratándose de una perspectiva que parece ajustarse bastante bien a algunos
rasgos de la ciudadanía realmente existente, hay quien se queja de lo que
podríamos llamar la “insoportable levedad del liberalismo” a este respecto. Es
decir, para algunos, esto supondría una extrema “delgadez cívica” en los
principios definidores de la ciudadanía liberal , que basándose
en una definición de reglas mínimas de participación y tolerancia, no tendería
a la ampliación de las bandas participativas ni a la incorporación a los
programas públicos de enseñanza de ciertas actividades destinadas a la creación
de hábitos de diálogo y deliberación conjunta.
Quizá por esa razón, los demócrata-
participativos son más exigentes con la educación cívica, y aspiran a elevar el
tono de la ciudadanía mediante la participación y la creación, a través de
ella, de mutuo respeto y no discriminación .
O sea, categorías más densas que la de tolerancia, como las de mutuo respeto y
no discriminación, sólo serían susceptibles de diseminarse socialmente mediante
prácticas deliberativas emprendidas en común por los ciudadanos. Pero esta
exigencia comportaría tanto la necesidad de incentivar la participación
extensiva a todas las zonas de la sociedad civil, como la necesidad de diseñar
programas educativos estatales y globales que incidieran positivamente en el
tipo de valores que se trata de incentivar (deliberación conjunta, mutuo
respeto, solidaridad, etc.).
En todo caso, conviene no sobrecargar
demasiado la categoría de participación ciudadana, sobre todo para no
convertirla en una visión en exceso moralizante e irrealista. Y ¿cómo evitar la
sobrecarga? Yo diría que para contestar a esta pregunta es necesario acudir a
recientes formulaciones sobre el concepto de ciudadanía . O
sea, es necesario construir un concepto intermedio de ciudadanía capaz de
recoger con realismo las exigencias mínimas de lo que debe ser un ciudadano
democrático, sin sobrecargarle demasiado de deberes cívicos y sin convertirle
en un concepto vacío . Por decirlo con Robert Dahl, necesitamos
un “good enough citizen”.
Para empezar, ese ciudadano
«intermedio» debe construir su autonomía como ciudadano «reactivo», es decir,
debe participar directamente reaccionando ante lo intolerable cuando así lo
aconseje su juicio político. Si los mecanismos institucionales rutinarios fracasan,
la acción ciudadana dirigida a restaurar la sociedad democrática a sus
fundamentos morales se hace ineludible. Lo que John Rawls llamaba «reinvigorate
the public sense of justice» es justo lo que obliga al «good
enough citizen» a la acción participativa en cualquiera de sus
variantes. Esta «obligación participativa mínima» es ineludible por razones
ligadas a la autoidentidad de una sociedad democrática. No se trata aquí de
intereses sino en un sentido simbólico: la acción reactiva frente a la injusticia
y lo intolerable, esté o no ligada al autointerés, es siempre algo más que el
mero autointerés. Es también -y fundamentalmente- la protección del «interés»
en vivir en un mundo que sea posible legitimar de acuerdo con nuestros valores
centrales. Si algún suceso rompe la coherencia de la autodescripción, la
participación reactiva debe restaurar los mínimos de coherencia. En este
sentido, el ciudadano reactivo es, ante todo, un buen juez. Un juez crítico que
utiliza su reflexividad sobre los valores públicos y se constituye así en
intérprete crítico de la realidad política que le rodea.
Pero para realizar esas funciones
críticas, se requiere un aumento de la capacidad cognitiva del ciudadano. No se
trata ya de que participe directamente sino de que sea capaz de juzgar
directamente (deliberativamente) las más diversas realidades. De que sea capaz,
como recomienda Robert Dahl, de empatía con los otros y sus problemas. Que sea
capaz, cabría añadirse, de empatía con las decisiones de sus representantes, esto
es, de pensar poniéndose en su lugar. De hecho, lo que se exige a cualquier
ciudadano en cualquier democracia es empatía con aquellos que toman decisiones
en su nombre como vía para juzgarles. Incluso la más delgada teoría económica
de la democracia, basada en la comprensión de los actores en términos de
intereses, requiere de este concepto de empatía si quiere comprender la accountability de
los procesos electorales. Esta condición del juicio empático es, en esta
variante de ciudadano, el lugar de desarrollo de la autonomía. Los ciudadanos
son autónomos si logran desarrollar su juicio político y juzgan mediante
empatía. La tradición republicana democrática asociaba esta virtud con la
participación política. La tradición liberal puede asociar el desarrollo del
juicio político a otras esferas y actividades , pero no puede
escapar de él sin eliminar al tiempo los fundamentos mismos.
Realizar un resumen y comparar lo leído con el siguiente articulo:
http://www.calidadeducativa.edusanluis.com.ar/2006/02/educacin-y-gobernabilidad.html
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