jueves, 11 de junio de 2015


Gobernabilidad Democrática se entiende como la capacidad de una sociedad de definir y establecer políticas y resolver sus conflictos de manera pacífica dentro de un orden jurídico vigente. Esta es una condición necesaria de un Estado de Derecho junto con la independencia de los poderes y un sistema legal que garantice el goce de las libertades y derechos –civiles, sociales, políticos y culturales– de las personas. Para ello se requiere de instituciones basadas en los principios de equidad, libertad, participación en la toma de decisiones, rendición de cuentas y, promoviendo la inclusión de los sectores más vulnerables.
 Hay diferentes áreas de trabajo temáticas –Gobernabilidad Local, Descentralización y Reforma Institucional y Reformas del Sector de Justicia y Seguridad–  trabajan en la gestión de conocimiento promoviendo la participación con inclusión (en especial de mujeres, jóvenes, personas con discapacidades, personas de ascendencia africana y grupos indígenas) y el fortalecimiento de las instituciones de los gobiernos para asegurar mejores condiciones para el desarrollo humano para nuestros países en América Latina y el Caribe.



1. Ciudadanía, autonomía y juicio político

Existe lo que creo es uno de los primeros documentos que argumentan en favor de la justificación de la participación democrática en la historia de la teoría política. Se trata de un texto del sofista Protágorasen el que sostiene, contra la opinión de Sócrates, que todos los ciudadanos deben participar en el gobierno de la ciudad, puesto que todos ellos poseen igual competencia política e igual capacidad de juicio para los asuntos políticos. En efecto, el sentido moral y el sentido de la justicia son compartidos por todos los ciudadanos, y esto les permite participar, deliberar, discutir y decidir sobre lo público. Debido a que todos poseemos lo que provisionalmente llamaremos capacidad de juicio político (la combinación de sentido moral y justicia), todos podemos y debemos participar. Es la capacidad de juicio la que nos iguala. Es la posesión de esa capacidad la que justifica un sistema político democrático.
Es curioso que la teoría política haya dedicado, comparativamente hablando, poca atención a este tema y a esa justificación. Y todavía resulta más curioso que la idea sofista, convenientemente invertida, haya servido como argumento para procurar la exclusión y el cierre de la esfera pública.
En efecto, cuando, no hace tanto tiempo, se excluía a los trabajadores del derecho al voto o cuando se negaba el sufragio a la mujer o cuando se relegaba a la condición de paria político a una minoría racial (o a una mayoría racial), la razón para hacerlo siempre era la misma: esos grupos sociales carecían de capacidad de juicio político. De hecho, hoy seguimos utilizando esta argumentación para justificar exclusiones que consideramos razonables: los niños o los locos. ¿Por qué excluimos a niños y a locos? Porque suponemos que su incapacidad para el autogobierno les excluye del gobierno común. Y este fue casi siempre el caso de las exclusiones antedichas: a las mujeres, por ejemplo, se les negaba autonomía individual tanto o más que capacidad de participación política; si los trabajadores no poseían otra propiedad que su fuerza de trabajo, esa era razón suficiente para demostrar su falta de autonomía en la esfera económica, que tenía como consecuencia la exclusión de la esfera política, etc.

2. La perspectiva antiparticipativa liberal-conservadora

Este tema resulta complicado. Incluso entre liberales partidarios fuertes de la autonomía individual, se ha dudado de que la igualdad de juicio político existiese realmente y de que, caso de existir, su uso generalizado fuera conveniente. Así, Jeremy Bentham consideraba que cada uno es el mejor juez de sus propios intereses, pero eso no fue óbice para que recomendara formas de sufragio fuertemente restringidas. John Stuart Mill, por su lado, afirmaba que era preferible equivocarse por uno mismo que acertar siguiendo los dictados ajenos, pero al tiempo consideraba más conveniente una forma de sufragio cualificado que el sufragio universal. Contemporáneamente, Joseph Schumpeter o Giovanni Sartori creen que, debido a la complejidad de los asuntos políticos y al tipo de conocimiento especializado que requieren, un cierto grado de apatía entre los ciudadanos debe ser bienvenido en cualquier democracia representativa e, igualmente, que las decisiones políticas básicas y cruciales deben ser dejadas en manos de nuestros representantes .
La idea de implicación política siempre ha levantado sospechas entre los conservadores, que creían -y creen- que la participación intensiva de la ciudadanía divide profundamente a la sociedad en demandas, ambiciones y necesidades excluyentes. El faccionalismo y el conflicto son sus corolarios. Por lo demás, las masas de ciudadanos serían, en ese supuesto, manipuladas fácilmente por demagogos, como, por ejemplo, ocurrió en los años de la república de Weimar. Y, en este caso, los índices de participación señalarían, no a la fortaleza, sino, precisamente, a la debilidad del régimen democrático. La alta participación sería, pues, señal de insatisfacción o de deslegitimación del sistema e impactaría negativamente en la gobernabilidad.
Todo ello, según esta perspectiva, aconsejaría como más razonable para lograr gobernabilidad el uso de herramientas tales como la representación, los políticos profesionales, los expertos. El sistema representativo proveería de salidas a estas dificultades mediante la interposición de unas elites encargadas de agregar y articular intereses y demandas. Después de todo, lo importante para el liberal, en este caso, sería garantizar el ejercicio de la libertad individual, no la participación o el juicio político ciudadano.
Así, para la tradición liberal-conservadora se trataría de dar cabida al individualismo moderno, comprendiendo la democracia no como una forma de vida participativa, sino como un conjunto de instituciones y mecanismos que garantizaran a cada individuo la posibilidad de realizar sus intereses sin interferencia o con el mínimo de interferencia posible. Cada uno, movido por el autointerés, tratará de promocionar sus deseos, conectarlos con los de otros y hacerlos presentes, mediante agregación, en el proceso de toma de decisiones. Y, así por ejemplo, los partidos políticos serían maquinarias, no de participación, sino de articulación y agregación de intereses. El bien público consistiría en el total (o el máximo) de los intereses individuales seleccionados y agregados de acuerdo con algún principio legítimo justificable (por ejemplo, el principio de mayoría).
El tipo de ciudadano que se promueve desde esta visión está alejado del ideal participativo. Se supone, además, que el ciudadano liberal descrito es una construcción más realista. Básicamente porque: 1) parece más fácil comprender los propios intereses que el bien común, 2) los incentivos para participar se hallan más ligados al egoísmo de promocionar el propio interés que al logro del interés general, y 3) la promoción del propio interés asegura el incentivo para los mínimos de participación requeridos en una democracia. Esto conduce a la creación de una categoría de ciudadano en términos ligados a los intereses de los individuos. Como consecuencia, la actividad política y la participación pública se desincentivan al tiempo que se profesionalizan. Y esto es así, según la visión liberal, porque lo que resulta importante para la autorrealización no tiene conexión con la participación política, sino con el autodesarrollo en la esfera privada o profesional y con el control de los mecanismos de agregación de intereses. Ese control estaría ligado a la existencia de elecciones en las que los individuos, armados con el conocimiento de sus propios intereses e informados suficientemente respecto de las alternativas, eligen entre productos políticos en competición y los sujetan a su control en la elección subsiguiente. Esta comprensión de la ciudadanía no exige su participación, sino que recomienda un prudente equilibrio entre participación y apatía como una fórmula al tiempo “barata” y eficiente de gestión de la complejidad.
Carlos Marx ya advirtió que este cambio de acento, centrado ahora en los intereses, los derechos y las libertades individuales, acabaría concretándose bajo el capitalismo en la defensa de los derechos de propiedad, olvidando todo lo demás. Y hay que confesar que lo que Margaret Thatcher o Ronald Reagan dijeron después se parece bastante al reproche marxiano: la nueva derecha enfatiza los derechos de propiedad y seguridad a expensas de la participación y la libertad política. Desde este punto de vista, de lo que se trata es de conseguir un gobierno eficiente y justo, y tal objetivo será mejor servido por un pequeño grupo de políticos, burócratas y representantes, con el mínimo de interferencias, que por el uso generalizado de las habilidades de juicio ciudadano a través de la participación.
La teoría elitista de la democracia ha tratado de fundamentar empíricamente el punto de vista liberal- conservador. Sus hallazgos han sido, en cierto sentido, demoledores para el ideal participativo: los ciudadanos son profundamente apáticos, ignoran los temas políticos de debate más importantes, no desean participar, no poseen el necesario conocimiento de los asuntos políticos, prefieren centrar su autodesarrollo personal en la esfera privada o en la esfera profesional, resienten negativamente el «imperialismo» del rol político, etc. Dicho de otro modo: los ciudadanos de nuestras democracias no poseen juicio político ni aspiran a desarrollarlo y, para procurar gobernabilidad, estabilidad y democracia, de lo que se trata es de: 1) difundir el valor de la tolerancia política entre los ciudadanos y la responsabilidad entre las elites, y 2) establecer marcos institucionales que garanticen ciertas reglas del juego. Pero en ningún caso resultaría conveniente impulsar o incentivar excesivamente la participación directa de los ciudadanos en los asuntos políticos. De hecho, el establecimiento institucional de canales de participación, que raramente son utilizados por la ciudadanía, refuerza este prejuicio liberal: el equilibrio entre participación moderada y apatía, unido a reglas de tolerancia y protección de derechos, produce gobernabilidad; la incentivación de la participación extensiva produce inestabilidad, intolerancia, sobrecarga del sistema, etc.
Y esta tesis se entiende como más adecuada todavía en los casos de regímenes democráticos jóvenes que recientemente han experimentado una transición desde el autoritarismo. En efecto, ahora parecería que una desincentivación de la participación extensiva, un cierto grado de apatía, la desmovilización de algunos de los sectores más fuertemente implicados en el proceso de transición, la cesión de amplias esferas de poder a los representantes, la extensión de valores como la tolerancia, la búsqueda de éxito individual, la privatización de las diferencias entre la población, etc., producirían más gobernabilidad que sus contrarios.
Sin embargo, ¿no estaríamos en este supuesto creando alienación política en la mayoría de los ciudadanos? ¿no sería el alejamiento de la ciudadanía respecto de la participación política más peligrosa, a la larga, para la gobernabilidad que sus contrarios? Al menos así lo cree la perspectiva de análisis opuesta a la reseñada.

3. La perspectiva democrático-participativa

En contraposición a la perspectiva liberal-conservadora, la democrático-participativa intenta, precisamente, incentivar la participación y, a través de ella, desarrollar el juicio político ciudadano.
Allí donde hayan de tomarse decisiones que afecten a la colectividad, la participación ciudadana se convierte en el mejor método (o el más legítimo) para hacerlo. Y no es únicamente que la participación garantice el autogobierno colectivo y, por ende, aumente la gobernabilidad. Además, como ya se ha aludido más arriba, produce efectos políticos beneficiosos ligados a la idea de autodesarrollo de los individuos. Para los griegos era la participación en el autogobierno la que convertía a los seres humanos en dignos de tal nombre. La discusión, la competencia pública y la deliberación en común de ciudadanos iguales colaboraban a la dignidad de los participantes y a la construcción ordenada y pacífica del bien colectivo. Para los humanistas del Renacimiento el compromiso con la vita activa constituía el vínculo comunitario creador de virtud cívica. Para Tocqueville, en fin, la implicación ciudadana en todo tipo de asociaciones (civiles, sociales, políticas, económicas, recreativas, etc.) constituía un rasgo distintivo del régimen democrático. Para John Stuart Mill o John Dewey la democracia no era únicamente un sistema de reglas e instituciones, sino un conjunto de prácticas participativas dirigido a la creación de autonomía en los individuos y a la generación de una forma de vida específica. Los partidarios contemporáneos de la democracia «fuerte» o «expansiva» aspiran igualmente a hacer de la participación el centro de gravedad de sus argumentaciones.
En general, la participación es un valor clave de la democracia según esta tradición. Y esa posición privilegiada se legitima en relación con tres conjuntos de efectos positivos. Primero, la participación crea hábitos interactivos y esferas de deliberación pública que resultan claves para la consecución de individuos autónomos. Segundo, la participación hace que la gente se haga cargo, democrática y colectivamente, de decisiones y actividades sobre las cuales es importante ejercer un control dirigido al logro del autogobierno y al establecimiento de estabilidad y gobernabilidad. Tercero, la participación tiende, igualmente, a crear una sociedad civil con fuertes y arraigados lazos comunitarios creadores de identidad colectiva, esto es, generadores de una forma de vida específica construida alrededor de categorías como bien común y pluralidad.
La combinación de estos tres efectos positivos resulta favorecedora del surgimiento, en esta forma de vida, de otros importantes valores: creación de distancia crítica y capacidad de juicio ciudadano, educación cívica solidaria, deliberación, interacción comunicativa y acción concertada, etc. En una palabra, la forma de vida construida alrededor de la categoría de participación tiende a producir una justificación legítima de la democracia, basada en las ideas de autonomía y autogobierno.
Los ciudadanos serán juiciosos, responsables y solidarios, únicamente si se les da la oportunidad de serlo mediante su implicación en diversos foros políticos de deliberación y decisión. Y cuantos más ciudadanos estén implicados en ese proceso, mayor será la fortaleza de la democracia, mejor funcionará el sistema, mayor será su legitimidad, e, igualmente, mayor será su capacidad para controlar al gobierno e impedir sus abusos. La participación creará mejores ciudadanos y quizá simplemente mejores individuos. Les obligará a traducir en términos públicos sus deseos y aspiraciones, incentivará la empatía y la solidaridad, les forzará a argumentar racionalmente ante sus iguales y a compartir responsablemente las consecuencias (buenas y malas) de las decisiones. Y estos efectos beneficiosos de la participación se conjugan con la idea de que la democracia y sus prácticas, lejos de entrar en conflicto con la perspectiva liberal, son el componente indispensable para el desarrollo de la autonomía individual que presumiblemente aquellas instituciones quieren proteger. Dicho de otro modo, existe una conexión interna entre participación, democracia y soberanía popular, por un lado, y derechos, individualismo y representación, por otro. Esa conexión se apreciaría, por ejemplo, en el hecho de que estas últimas constituyen precisamente las condiciones legal-institucionales bajo las cuales las variadas formas de participación y deliberación política conjunta pueden hacerse efectivas .
Así pues, la participación ahora se contempla desde el punto de vista de sus efectos beneficiosos en la creación de mutuo respeto, de comunalidad, de confianza interpersonal, de experiencia en la negociación, de desarrollo de valores dialógicos, de habilidades cognitivas y de juicio; en definitiva, de autodesarrollo personal en la multiplicidad de esferas públicas que la democracia pone al alcance de los ciudadanos. De hecho, el autodesarrollo personal es descrito aquí, en buena medida, en términos de autodesarrollo moral .
En esta etapa de fin de milenio que hace coincidir la universalización de la democracia liberal con altísimos grados de corrupción política y de deslegitimación de los sistemas, el demócrata participativo ve en la implicación política de la ciudadanía la única salida. Es hoy casi un lugar común en muchos sistemas democráticos la idea de que resulta necesario reforzar la sociedad civil y los lazos cívicos que ésta crea. El demócrata participativo aspira a seguir esa línea y a construir nuevos y variados ámbitos de participación democrática institucional y no institucional.
De hecho, existe evidencia empírica de que el retrato del ciudadano ofrecido por el liberal-conservador no es del todo exacto. No es que la apatía sea funcional, es que no hay que confundir un seguimiento «de segundo orden» de la política con mera pasividad. En las circunstancias adecuadas, los ciudadanos reaccionan y se movilizan en defensa de sus intereses políticos y de lo que creen justo o necesario. Además, la débil voluntad de participación a veces refleja defectos del sistema, pues la utilidad de la participación para los ciudadanos no siempre es evidente. Así pues, cuanto mayores sean las expectativas de que la implicación política obtendrá resultados, mayor será la participación. Por último, el pluralismo de intereses y opiniones existente en nuestras sociedades hace que la participación no siempre deba seguir la senda institucional, sino que se disperse en una miríada de ámbitos, no exclusivamente relacionados con la política institucional, que acojen las aspiraciones políticas ciudadanas cuando otros lugares (los partidos, por ejemplo) ya no parecen los apropiados para hacerlo.
De hecho, los partidos políticos han sufrido una importante crisis en su conexión con su función de canales de participación ciudadana. Veámoslo con algún detalle.
Hubo un tiempo en el que los partidos políticos pudieron aspirar, al menos parcialmente, a justificar su existencia a través de ese valor de la participación. Durante buena parte de los siglos XIX y XX los partidos de masas incentivaban y catalizaban la participación. En tanto que organizaciones políticas, aspiraban a promover la educación política o la discusión sobre decisiones y procesos colectivos o la explicación deliberativa de las opciones y alternativas políticas, etc. También, a crear una «cultura» propia, a desarrollar ciertos valores y hábitos, a generar prácticas de solidaridad y ayuda mutua, a aumentar la capaciad de juicio político de los ciudadanos, etc. La lucha por la extensión del sufragio se unía así a la creación de «sentido de comunidad» en el seno de las organizaciones de partido. Según el discurso prevaleciente, los partidos podían funcionar como catalizadores de la participación y como canales a través de los cuales el pueblo soberano ejercía su soberanía.
Pero esta imagen y estos partidos no han sobrevivido al paso del tiempo. Aunque gran parte del discurso político que trata de legitimarlos (o sea, de ligar sus funciones a valores queridos para nosotros) continúa describiendo sus actividades de acuerdo con la imagen recién apuntada, la trasformación de sus funciones dificulta extraordinariamente esa tarea. Es cierto que siguen siendo una pieza fundamental en el entramado institucional de las democracias, y también lo es que a través de ellos los ciudadanos pueden hacerse presentes como unidad de acción efectiva en el proceso de toma de decisiones. Pero también es verdad que su conversión en maquinarias electorales ha roto con sus tendencias participativas y ha modificado sus funciones. Junto a cambios que no podemos detallar aquí (transformaciones en la estructura de clases, etc.), la transformación institucional y electoralista de los partidos tiende a convertir a éstos en organizaciones desincentivadoras de la participación. Y esto en dos sentidos: 1) tanto en lo que hace a su intento de monopolizar y disciplinar movimientos participativos que suceden al margen de su control, 2) como en lo que se refiere a los mecanismos de participación interna de los afiliados y simpatizantes. En ambas zonas los partidos intentan controlar «desde arriba» los procesos, siendo su preocupación máxima lograr una cierta estabilidad en la participación. Es decir, una especie de equilibrio entre participación y apatía que les garantice el control de esos procesos. Las razones esgrimidas para ello son variadas, pero lo cierto es que parecen encontrar eco en la población, puesto que ésta castiga severamente en las elecciones a aquellas organizaciones de partido en las que cree advertir fuertes disensiones internas (debidas, según algunos, a un exceso de democracia y participación en el seno de la organización).
En opinión de J.J. Linz , esto sugeriría que modelos como el schumpeteriano estarían en lo cierto: en la actualidad, lo que el ciudadano vota es a un primer ministro y a un gobierno y al partido que les apoya. Los partidos no son mecanismos incentivadores de la participación política, sino alternativas electorales. Pero este hecho, nos recuerda Linz, conduciría a la depreciación de la discusión, de los debates internos y de la formación colectiva y democrática de opiniones en el seno de los partidos. E, igualmente, crearía las condiciones para la subordinación oligárquica de los partidos a los gobiernos y de los gobiernos a sus líderes . Todo parece colaborar, pues, a esta tendencia antiparticipativa y, por tanto, a contribuir a debilitar los lazos legitimantes de los partidos con la categoría de participación.
Así pues, la participación en la tradición democrático-participativa no debe ser entendida en términos exclusivamente institucionales o ligada de manera excesiva a los partidos como canales de participación. Sin embargo, su valor esencial como mecanismo de educación cívica quedaría intocado para esta perspectiva, pese a las dificultades de convertir en prácticas institucionales lo que se extiende a otros ámbitos no institucionales de tomas de decisión. De hecho, hay quien opina10 que esos nuevos lugares de participación, tales como el movimiento feminista o el movimiento ecologista, pueden resultar de enorme importancia para el desarrollo de una ciudadanía crítica y con capacidad de juicio autónomo.

4. Educación cívica y valores políticos

Así pues, los demócrata-participativos creen que la participación origina toda una serie de elementos y valores extraordinariamente provechosos para la ciudadanía y su educación cívica, con un impacto muy positivo en la gobernabilidad del sistema a través de su democratización. En contraposición a esto, los liberales más o menos conservadores señalan las ventajas del sistema representativo, de un cierto grado de desimplicación ciudadana, de una cultura política más centrada en la autonomía individual, en la tolerancia y en las instituciones, que en la participación directa.
Es evidente que para ambos puntos de vista la educación cívica es importante, aun cuando los valores y actividades asociados a ella podrían ser muy diferentes si asumimos una u otra perspectiva.
Si asumimos la perspectiva liberal, el valor de la tolerancia se convierte en crucial. Los liberales confían en poder articular un Estado neutral entre las distintas concepciones del bien (al estilo de John Rawls, por ejemplo), que sea capaz de crear tolerancia negativa y desimplicada, una tolerancia pragmática que no exigiría más que una actitud de «vivir y dejar vivir» entre los ciudadanos . Esto explicaría, entre otras cosas, que los liberal-conservadores tendieran a ver el problema de la educación cívica en términos “privados” o familiares, es decir, en términos en los que lo único que se exigiría de un ciudadano sería el desarrollo de sus propias inclinaciones culturalmente valorativas en esferas privatizadas, y donde lo público apareciera como un ámbito de tolerancia mutua. Aun tratándose de una perspectiva que parece ajustarse bastante bien a algunos rasgos de la ciudadanía realmente existente, hay quien se queja de lo que podríamos llamar la “insoportable levedad del liberalismo” a este respecto. Es decir, para algunos, esto supondría una extrema “delgadez cívica” en los principios definidores de la ciudadanía liberal , que basándose en una definición de reglas mínimas de participación y tolerancia, no tendería a la ampliación de las bandas participativas ni a la incorporación a los programas públicos de enseñanza de ciertas actividades destinadas a la creación de hábitos de diálogo y deliberación conjunta.
Quizá por esa razón, los demócrata- participativos son más exigentes con la educación cívica, y aspiran a elevar el tono de la ciudadanía mediante la participación y la creación, a través de ella, de mutuo respeto y no discriminación . O sea, categorías más densas que la de tolerancia, como las de mutuo respeto y no discriminación, sólo serían susceptibles de diseminarse socialmente mediante prácticas deliberativas emprendidas en común por los ciudadanos. Pero esta exigencia comportaría tanto la necesidad de incentivar la participación extensiva a todas las zonas de la sociedad civil, como la necesidad de diseñar programas educativos estatales y globales que incidieran positivamente en el tipo de valores que se trata de incentivar (deliberación conjunta, mutuo respeto, solidaridad, etc.).
En todo caso, conviene no sobrecargar demasiado la categoría de participación ciudadana, sobre todo para no convertirla en una visión en exceso moralizante e irrealista. Y ¿cómo evitar la sobrecarga? Yo diría que para contestar a esta pregunta es necesario acudir a recientes formulaciones sobre el concepto de ciudadanía . O sea, es necesario construir un concepto intermedio de ciudadanía capaz de recoger con realismo las exigencias mínimas de lo que debe ser un ciudadano democrático, sin sobrecargarle demasiado de deberes cívicos y sin convertirle en un concepto vacío . Por decirlo con Robert Dahl, necesitamos un “good enough citizen”.
Para empezar, ese ciudadano «intermedio» debe construir su autonomía como ciudadano «reactivo», es decir, debe participar directamente reaccionando ante lo intolerable cuando así lo aconseje su juicio político. Si los mecanismos institucionales rutinarios fracasan, la acción ciudadana dirigida a restaurar la sociedad democrática a sus fundamentos morales se hace ineludible. Lo que John Rawls llamaba «reinvigorate the public sense of justice» es justo lo que obliga al «good enough citizen» a la acción participativa en cualquiera de sus variantes. Esta «obligación participativa mínima» es ineludible por razones ligadas a la autoidentidad de una sociedad democrática. No se trata aquí de intereses sino en un sentido simbólico: la acción reactiva frente a la injusticia y lo intolerable, esté o no ligada al autointerés, es siempre algo más que el mero autointerés. Es también -y fundamentalmente- la protección del «interés» en vivir en un mundo que sea posible legitimar de acuerdo con nuestros valores centrales. Si algún suceso rompe la coherencia de la autodescripción, la participación reactiva debe restaurar los mínimos de coherencia. En este sentido, el ciudadano reactivo es, ante todo, un buen juez. Un juez crítico que utiliza su reflexividad sobre los valores públicos y se constituye así en intérprete crítico de la realidad política que le rodea.

Pero para realizar esas funciones críticas, se requiere un aumento de la capacidad cognitiva del ciudadano. No se trata ya de que participe directamente sino de que sea capaz de juzgar directamente (deliberativamente) las más diversas realidades. De que sea capaz, como recomienda Robert Dahl, de empatía con los otros y sus problemas. Que sea capaz, cabría añadirse, de empatía con las decisiones de sus representantes, esto es, de pensar poniéndose en su lugar. De hecho, lo que se exige a cualquier ciudadano en cualquier democracia es empatía con aquellos que toman decisiones en su nombre como vía para juzgarles. Incluso la más delgada teoría económica de la democracia, basada en la comprensión de los actores en términos de intereses, requiere de este concepto de empatía si quiere comprender la accountability de los procesos electorales. Esta condición del juicio empático es, en esta variante de ciudadano, el lugar de desarrollo de la autonomía. Los ciudadanos son autónomos si logran desarrollar su juicio político y juzgan mediante empatía. La tradición republicana democrática asociaba esta virtud con la participación política. La tradición liberal puede asociar el desarrollo del juicio político a otras esferas y actividades , pero no puede escapar de él sin eliminar al tiempo los fundamentos mismos.




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http://www.calidadeducativa.edusanluis.com.ar/2006/02/educacin-y-gobernabilidad.html




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